La catástrofe de Milei 

Lo mismo pero más rápido

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El gobierno de Milei apunta a ordenar la macroeconomía argentina en función de un modelo ideológico bastante claro. Este modelo se puede sintetizar con su idea matriz, que es que el mercado libre es el ordenador natural de la sociedad, y todo intento de alterar las fuerzas libres del mercado acabará generando un daño catastrófico. Después de todo, una catástrofe es un suceso de causa involuntaria que suele ser efecto de una acción humana contraria a las leyes naturales.

Desde la perspectiva del ultracapitalismo de Milei las relaciones sociales son la sumatoria de relaciones interpersonales en el contexto del mercado. Más aún: el mercado es el ámbito en el cual se dan las relaciones interpersonales que configuran el hecho social. Según esta perspectiva, todo hecho social puede ser comprendido como interacciones específicas en mercados específicos, y son formas siempre singulares de conjugar las leyes del intercambio. En otras palabras, hay siempre un mercado para cada interacción.

Federico Sturzenegger, miembro clave del entramado político del gobierno, ilustró esta cuestión indirectamente al referirse al matrimonio [1]. Su objetivo “nominal” era ejemplificar lo impropio de la regulación estatal de la actividad económica, y lo hizo eligiendo como ejemplo al matrimonio. Lo que explicaría esa elección es que en el matrimonio hay un contrato. Un contrato libre es la regulación de una interacción establecida de común acuerdo entre las partes, sin intervención de terceros. En el marco ideológico del ultracapitalismo si hay interacción hay intercambio, y si hay intercambio hay mercado. Por eso para Sturzenegger el contrato matrimonial es equivalente al contrato entre una empresa agropecuaria y una aseguradora de riesgos, o entre un turista y una agencia que vende excursiones con guías de montaña. 

La primera consecuencia de esto, y quizás la más importante a nivel general, es que lo público no es otra cosa que un efecto de lo privado. La actividad privada es la que determina todas las condiciones de la vida social.

La diferencia entre lo público y lo privado no es un asunto menor. Desde que existe el pudor existe esa frontera. Pero, a estas alturas, la cuestión va mucho más lejos. Lo público y lo privado son dos esferas de la vida en común, dos ámbitos o entornos de la sociedad. Sin el hecho social esa distinción no tiene sentido. Pero sin esa distinción la sociedad tampoco.

La existencia nuestra no es homogénea. No todos los aspectos de nuestra existencia funcionan de la misma forma, ni con la misma lógica. La sociedad es una institución simbólica que expresa la capacidad, o incluso la necesidad, de vincularse los individuos en comunidades más o menos extensas, más o menos voluntarias, más o menos igualitarias o injustas.

Por eso es que las interpretaciones lineales de la cuestión no hacen más que estropear la comprensión y arruinar las pocas posibilidades de transformación consciente de la vida común. Cuando se intenta capturar un eslabón de una cadena imaginaria y seguir desde ahí, paso a paso, las consecuencias de un pensamiento único, se llega tarde o temprano a una visión dogmática que choca contra la materialidad del hecho social. El intento posmoderno de abolir toda afirmación universal incurre, precisa y paradójicamente, en ese error.

El liberalismo piensa la sociedad como efecto de las relaciones individuales, y se pelea contra un comunismo imaginado como la tesis contraria, es decir, como una anterioridad ontológica de la sociedad respecto al individuo. El estatismo hace lo propio, pero al revés. Y, en ambos casos, se despliegan mil argumentaciones tendientes a demostrar objetivamente las consecuencias erradas de la contraparte. El ultracapitalismo y el estatismo, hermanos y enemigos, confluyen en esto y también en otro aspecto crucial: no hay diferencia entre lo político, lo social y lo económico. Toman un eslabón (económico el ultracapitalismo, político el estatismo) y tiran de él para explicar e intervenir sobre cualquier aspecto de la vida común.

Nótese que no estoy oponiendo liberalismo contra comunismo, sino contra estatismo. Y esto lo hago llegando al punto fuerte de lo que intento decir, que es que lo común (y en consecuencia lo público) no es idéntico al Estado. Un comunismo que, como la palabra lo indica, ponga énfasis en lo común, no puede reivindicar un centralismo político y simbólico como el Estado sin arruinarse en una fatal contradicción. Éste es uno de los problemas ideológicos del marxismo pero también de la social democracia, ese justo medio de inspiración aristotélica entre liberalismo y estatismo.

Sobre esta polarización lineal entre liberalismo y estatismo se explican las desconcertantes afirmaciones de los ultracapitalistas cuando acusan como desquiciados a cualquier cosa que se mueve, o que no se mueve, de ser socialista, colectivista o comunista. En esto le pasan el trapo a las paranoias militares de los años 70, cuando metían en cana a varones barbados pelilargos por acusarlos de comunistas, por ejemplo. Semejante delirio tiene su razón de ser: la radicalidad dogmática del merengue ideológico de los ultracapitalistas hace que donde haya una gota de yema de Estado se les arruine la preparación.

Una vez más en esto son idénticos a los estatistas. Basta leer el Diccionario soviético de filosofía [2] para tener como muestra un botón. Lo que pasa es que el dogmatismo estatista ya tuvo sus quince minutos de gloria en otros tiempos (no tan lejanos) y actualmente están bastante venidos a menos, algo más deconstruidos. En el caso de los ultracapitalistas están actualmente en ascenso. No han llegado al cenit aún.

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Para comprender lo que nos espera y lo que ya estamos viviendo bajo el régimen de Milei, hay que contemplar su fe dogmática. Sus afirmaciones son lanzadas como dogmas que, ante sus ojos, solamente pueden ser cuestionados por las fuerzas perniciosas de intereses perversos. En esto último no es muy distinto al estatismo paranoide de Kicillof, por ejemplo, que no puede ver antagonismos que no estén cifrados en intereses directamente orientados a realizar el mal. Ellos encarnan precisamente eso: la lucha del bien contra el mal. No hay matices.

Pero en el caso de Milei el delirio paranoide se conjuga con una visión mesiánica que en los sectores más racionales de su entorno pareciera no tenerse en cuenta. Esto es un agravante de la situación porque cuando las causas son trascendentes los daños son siempre colaterales. Siempre hay una causa de fuerza mayor.

En este contexto las acciones de gobierno de Milei son vertiginosas. La idea del shock no es solamente una cuestión de táctica política, de propinar de un golpe tan brutal que paralice al adversario, sino también una herramienta técnica acorde a su dogmatismo ultracapitalista. Milei busca con el shock conseguir respuestas favorables del propio mercado pateando el tablero a la espera de que las piezas se acomoden cayendo unas sobre otras.

En el aspecto estrictamente económico, la brutal devaluación cercana al 120 por ciento, acompañada de la desregulación de todos los mercados, es un sacudón que tiene dos efectos principales: licuar el gasto público y habilitar el reacomodamiento de los precios relativos. Desde el punto de vista de la economía capitalista, y en el actual estado de situación, ambas cosas son necesarias. Sin embargo, eso no explica la decisión de hacerlo así, ni mucho menos que eso sea justo ni tampoco deseable. Tampoco se explica el argumento principal de todo esto que es la naturalidad, virtud o inevitabilidad del capitalismo, pero en eso, una vez más, están todos de acuerdo.

Si en los próximos meses la inflación recupera completamente el terreno perdido por los precios de la economía luego de la devaluación, la maniobra habrá sido inútil. La operación de Milei depende de que los precios no puedan recuperarse por completo, y por eso devaluó a 800 y no a 650, como estaba preanunciado. Lo que intenta es que los precios se acomoden hasta un techo por debajo de los 800 y que, eventualmente, se reajusten con una segunda devaluación en abril o mayo, de magnitud inferior.

La clave de la estrategia es la caída del salario. Lo único que puede poner techo al proceso inflacionario es el enfriamiento de la economía generado por la baja del consumo. En otras palabras todo el plan de estabilización de Milei se reduce en destruir el salario hasta el punto en el que la inflación ceda en un contexto recesivo y se abra un nuevo proceso de inversión, incentivado por grandes márgenes de ganancia y que sea capaz de reactivar la economía absorviendo los pasivos del central, recuperando reservas y comenzando un ciclo expansivo con el gasto fiscal controlado. Sin un acuerdo político de congelamiento de precios y salarios, ese congelamiento acaba siendo producido por el propio mercado, cortando el hilo por lo más delgado. En esto se ve claramente la confluencia del Estado y el capitalismo, lo cual trasluce la trampa del anarcocapitalismo.

Se trata de una encrucijada perversa. Si el plan de Milei funciona, los trabajadores habremos financiado la concentración de la riqueza transfiriendo aún más riqueza del salario a la renta. Si, en cambio, logramos impedir ese saqueo, el plan fallará, y en su fracaso acabaremos tropezando la economía con la profundización de la crisis.

En este contexto es imperioso impedir que Milei siga avanzando en su plan y contener los daños producidos hasta ahora, antes de que se agraven todavía más con las reformas laborales y tributarias que empujan, además, progresivamente hacia la dolarización.

En la ecuación de Milei no entra el daño severo que se genera en la población ni la injusticia tremenda que implica la sangría descomunal que se ejerce en el salario. Tampoco el impacto a nivel estructural que semejante shock tendrá sobre la economía y la infraestructura productiva del país.

Ni por asomo existe la más mínima intención de pensar por fuera del molde. Nada del orden de un pensamiento económico capaz de salirse de la naturalización del capitalismo tiene la más mínima chance de incorporarse en la cuestión, y en eso Milei tampoco es distinto a los demás sectores con algún apoyo social y proyección pública.

La licuación del gasto público y el “alineamiento” de los precios relativos a través de una devaluación era lo que Massa tenía previsto hacer. Seguramente el proyecto fuera hacerlo paulatinamente, en el tono de lo que llaman “gradualismo”, manteniendo su alianza con los gobiernos provinciales, la CGT y algunos sectores del agro y de la industria a través de alguna clase de acuerdo de congelamiento de precios y salarios, tácito o explícito. Es decir, algo más parecido a lo que había hecho Macri pero más lento, intentando evitar sus propias torpezas. Massa apostaba a que la recaudación y la balanza comercial del 2024 (sus brotes verdes del segundo semestre) le permitieran seguir pateando para después la estabilización plena de la economía o, para decirlo en términos más propios de su doctrina, seguir surfeando la milonga.

Milei, por otra parte, más allá de su dogmatismo liberal y de su confianza en las fuerzas del cielo, sabe de su propia debilidad política. Todo confluye en la estrategia del shock y en la dificultad para llevarla adelante. 

Esta estrategia genera, de mínima, tres problemas importantes. El primero y más urgente es el impacto inmediato que el shock inflacionario y la licuación de los salarios genera en la profundización dramática de la pobreza. El segundo, el impacto que esto tiene en el ingreso de los sectores medios, aumentando gravemente la concentración de la riqueza, la desigualdad social y la paralización de la actividad económica. El tercero es la transformación estructural del tejido económico y social generando efectos cuya reversión llevaría décadas, si acaso se produjera alguna vez. Esto es lo que ocurrió en la década de los 90, con un proceso mucho menos intenso que el actual y que instaló, de forma estructural y permanente, los niveles de pobreza a los que increíblemente nos hemos acostumbrado.

La visión naturalista de Milei sobre la economía lo lleva a pensar su plan de ajuste como la nivelación del agua una vez que se liberen los diques. El hambre y la miseria son simplemente algo más de agua bajo el puente.

Lo que busca Milei con el decreto 70/2023 y de la ley ómnibus son tres cosas:

  • Por una parte, avanzar en su intención de desregular todos los mercados y transferir así gran parte de la riqueza desde el salario hacia la renta. 
  • Por otra parte proveerse de respaldo político, sea a través de nuevas alianzas o de una campaña comunicacional que lo refuerce como líder popular frente a los intereses sectoriales del status quo, y que acompañe el apoyo internacional que aspira a recibir. 
  • Por último, multiplicar las contradicciones ajenas en una miríada de conflictos de diversa índole, todos lanzados con el mismo nivel de prioridad, lo que abre una infinita serie de negociaciones que amplían su propio margen de negociación, prácticamente inexistente hasta ahora.

Éste último aspecto es de algún modo el más importante, porque es la chance real que tiene Milei de avanzar con sus planes de gobierno aún si se ve de algún modo limitado en esta primera etapa. Cada ítem de la ley ómnibus será negociado de forma tal que siempre algo habrá de conseguir y, al mismo tiempo, contribuye a desactivar, o al menos reducir, la conformación de un bloque opositor que le frene todas las iniciativas de gobierno. En este movimiento Milei consigue reconfigurar las alianzas políticas.

Lo mismo ocurre con el DNU. Es imposible que haya un acuerdo general acerca de su contenido. Habiendo sido interpelado al mismo tiempo con el DNU y con la ley ómnibus, el parlamento necesita negociar los contenidos de la ley pero necesita también negociar mayorías en las dos cámaras para frenar el decreto [3]. Sin la ley ómnibus esa negociación sería mucho más fácil.

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Las avanzadas sobre el derecho laboral escritas en el proyecto de ley y en el DNU están directamente orientadas a deprimir el salario, desarticular la estructura corporativa de los sindicatos y configurar un nuevo contexto de explotación económica en el que los privilegios de la renta sobre el salario se profundicen dramáticamente.

En cierto aspecto ninguna resistencia específicamente lanzada contra el gobierno de Milei alcanzará para evitar la trasferencia de riqueza de los trabajadores hacia los sectores más concentrados de la economía. Ese es un proceso que comenzó hace mucho y que avanza sostenidamente en el contexto de la transformación del sistema productivo a nivel global. La única vía del capitalismo contemporáneo para sortear esta nueva crisis de productividad implica concentrar la riqueza social. Sin embargo hay dos estrategias para garantizar ese propósito.

Los sectores estatistas más o menos vinculados con la política global del Vaticano, buscan una reconfiguración de la alianza del Estado con el empresariado cifrada en el canon del salario universal [4]. Posiblemente sea el más factible a largo plazo. En el caso del ultracapitalismo esa reconfiguración se cifra en una captura absoluta del Estado por parte de los sectores más concentrados del empresariado internacional.

Es fundamental advertir que el ultracapitalismo de Milei no es estrictamente antiestatal, por más que él mismo lo pretenda o incluso se lo crea. Se trata de una orientación específica del Estado que busca impedir que la rebelión popular arruine los intereses de la clase propietaria y administre las relaciones de competencia al modo de un tribunal al servicio del libre mercado.

Lo que estamos viviendo es una oposición entre dos facciones del capitalismo que oponen dos configuraciones de la relación entre la empresa y el Estado y, en consecuencia, dos estrategias diferentes para garantizar la paz social, es decir, la pacífica resignación del pueblo ante la expoliación capitalista.

En este contexto la resistencia contra Milei puede ser metabolizada dentro de las tácticas de recomposición interna de un estatismo que intenta recuperar el gobierno. Según las circunstancias, esto podría ocurrir como consecuencia de una caída del gobierno de Milei o como una recuperación electoral para el 2027. En ambos casos sería necesario que Milei no consiga acumular poder político, estabilizar la economía y recuperar la actividad luego de una bestial recesión. Esto explica en gran parte la pasividad inicial con la que la dirigencia del sindicalismo y del peronismo en general encaró la situación, y que se vio interrumpida por la demanda social ante la desmesura del gobierno, junto con una resistencia a la negociación del gobierno que empujó a la CGT a mostrar por la tele su cola de pavo.

El estatismo necesita que Milei haga el ajuste para no tener que pagar el costo de hacerlo. En ese sentido haber perdido el balotaje no les vino tan mal. El desafío es evitar que luego del ajuste Milei conserve algo de esperanza popular.

La convocatoria de la CGT al paro general para el 24 de enero es el resultado de la presión social sobre la dirigencia y de la urgencia de la conducción por conseguir un espacio de negociación con el gobierno. La CGT no expresa ninguna resistencia obrera ante la avanzada colosal de la renta sobre el salario. Lo que hace la CGT es negociar con los rentistas la conservación de su poder político y económico. La CGT no vacilará en traicionar la causa obrera como lo hizo siempre, y muy especialmente durante los 4 años del gobierno de Fernández. La dirigencia cegetista no es sensible al clamor popular sino a la presión que aumenta desde abajo y desde los costados.

Abajo de esa conducción estamos los trabajadores. Sin la presión de las bases la conducción negocia sin conflicto. Pero cuando las bases son bases de una altura política corporativa, esa presión acaba siendo usada como moneda de cambio en una mesa de negociación fraudulenta. La verticalidad en la conducción de las organizaciones obreras es la propia teoría del derrame: a los trabajadores nos quedan las migas del banquete de los otros.

Ante semejante panorama lo que nos queda es crear nuestras propias organizaciones, sin la conducción de representantes, y comprometidas con la comprensión del lugar que la sociedad capitalista reserva para la clase obrera. Mientras tanto, y al mismo tiempo, habrá que sostener la presión para que las dirigencias sepan que no pueden dormir la siesta.

A los costados de la conducción cegetista están los otros sectores del estatismo que buscan construir un espacio político con vistas a futuro. En este universo destaca un Grabois que sabe que tiene la chance de comer de la mano de Milei como el opositor anti casta. Grabois pretende ser el Milei de verdad, el que es capaz de hacer lo que Milei dijo que haría, no en el campo económico, sino en el político.

Con todo esto, el fracaso de Milei no es necesariamente una victoria para la clase obrera. Ya hemos conocido procesos parecidos en 1989 y 2001. No son procesos idénticos, pero tienen aspectos similares. La situación actual es acuciante y nos obliga a una doble resistencia. Es imprescindible detener la avanzada del ultracapitalismo, y es necesario también que esto no redunde en una recuperación de un intervencionismo bobo que diga defender lo público cuando lo que defiende es el centralismo estatal, al punto de reprimir la actividad económica y dilapidar las reservas en la pretensión de tapar una erupción volcánica con un corcho, en medio de prebendas y negociados contrarios a las necesidades de la clase obrera. Y es que el retroceso del salario y la concentración de la riqueza no empezaron el 10 de diciembre.

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La catástrofe actual no es una acción contra natura, sino una acumulación de daños sociales como efecto del antagonismo de dos sectores del capitalismo que pelean entre sí para ver quién toma el control de los procesos destinados a reconfigurar la relación entre el Estado y la Empresa. Esta reconfiguración está destinada estrictamente a salvar al capitalismo de su productividad autodestructiva. No hay ninguna naturaleza operando, sino ideas e intereses engarzados entre sí en lo que refiere a la administración de la cosa pública.

La devastación económica es apabullante. El gobierno peronista no hizo más que barrer debajo de la alfombra y subordinar los intereses comunes a sus propias mezquindades politiqueras. Todo lo que se abrió en 2001 fue metabolizado por el conservadurismo capitalista y representativo gracias al esfuerzo del peronismo y de algunos sectores del progresismo nacionalista conducidos por los Kirchner. El fracaso económico, social y político del proceso del primer cuarto de siglo es imperdonable, y sin él es imposible comprender el ascenso de Milei.

Nos han traído hasta aquí. Ahora la urgencia es clara. Pero también es clara la necesidad de quebrar de una vez por todas las premisas de la representación política y del activismo clásico. El problema del ultracapitalismo que conduce Milei no es la ausencia del Estado sino la ausencia de lo público y el uso que hace de los recursos que le confiere el propio Estado para privatizar la vida social.

Nos han traído hasta aquí, pero hemos venido. Milei ganó las elecciones con un apoyo genuino, o al menos tan genuino como cualquier otro en términos electorales. Un apoyo, eso sí, muchísimo menor que el que pretende tener. Pero esto es una democracia representativa, es decir, un sistema en el que la delegación de la política y de la administración pública van de la mano. Una delegación que opera con mecanismos que habilitan a que un caudal relativamente pequeño de votos otorgue una concentración muy importante del poder. Estos mecanismos permiten a su vez que los candidatos sean definidos a espaldas de la decisión popular y que, una vez consagrados, reciban la delegación total de la decisión colectiva. En última instancia, el más democrático de todos ha sido Milei hasta el día en que asumió. A partir de ahí el gatito mimoso mostró las garras y se abalanzó sobre la institucionalidad y sobre la propia representación con un descaro propio de audaces y perversos.

Se vienen tiempos duros. Habrá que resistir y luego, pasada la tormenta, intentar abrir un horizonte nuevo, cosa que no supimos conseguir en los últimos 25 años. Si no fuera por la catástrofe quizás no estaríamos discutiendo estas cosas. Quizás, quién sabe, no hay mal que por bien no venga.

[3] Esto gracias a la ley 26.122 impulsada por Cristina Kirchner y que estableció un mecanismo de aceptación parlamentaria de los decretos que facilita la concentración del poder en manos del ejecutivo en 2006, cuando gobernaba su marido.
[4] Ingreso básico Universal, la resignacion capitalista en Organización Obrera N° 93, Septiembre 2022
Hernán Mancuso
Categoría: Análisis
Publicado el