“Nada encontrarán fuera de la democracia, sino el horror.”
Raúl Alfonsín en cadena nacional, 12 de mayo de 1989.
El 10 de diciembre próximo se cumplen 40 años de la asunción de Alfonsín. Es la fecha conmemorativa de una democracia que vino luego de la más bestial de las dictaduras argentinas. Y vino en los 80s, con los rulos, las hombreras y la muerte de las ideologías.
La democracia apareció en aquel contexto como una portadora de valores humanistas que reclamaba para sí legítima exclusividad. Desde 1983, todas las controversias políticas parecieron quedar subordinadas a una contradicción binaria absoluta: dictadura o democracia.
La juventud radical de los 80 cantaba “somos la vida, somos la paz”, en un polémico gesto de arrogancia. Dicen que el diablo obra más por progre que por diablo. La dictadura había traído muerte y horror, indudablemente, y la democracia se ofrecía como la única salida a semejante desastre.
Es indudable que lo fue: a los hechos me remito. Seguramente la única salida viable en aquellos tiempos fuera la democracia, y de hecho es la que lo fue. Pero desde 1983 la única virtud de la democracia fue esa, y el antagonismo con la dictadura la convirtió en eterna dependiente del horror. Siempre se dijo que la democracia era el menos malo de los sistemas posibles, intentando vestir de pragmatismo a un progresismo conservador que nunca tuvo el coraje de salir del closet como el liberalismo capitalista con cargos de conciencia que siempre ha sido.
No es que nosotros seamos buenos, decía Perón, sino que los otros son peores. Este menosmalismo estructural es un yeite, una pirueta campechana que busca hallar complicidad en el cinismo para justificar lo injustificable. Otra vez ese aparente pragmatismo que nada tiene de pragmático, porque sencillamente pierde el objetivo en nombre de la posibilidad. Y nunca es pragmático perder el objetivo.
Claro que el que pierde el objetivo es siempre el interlocutor: ni Perón ni el progresismo “radical” pierden su objetivo cuando argumentan con menosmalismo. Lo que buscan es que cualquier aspiración superadora de un estado de cosas francamente malo sea postergado en nombre de lo único posible. Si no es la democracia es el horror, nos dicen. Los otros son peores. No nos une el amor, sino el espanto.
El horror tiene la dudosa virtud de arruinar el pensamiento. Es un impacto emocional lo suficientemente intenso como para inhibir cualquier mediación racional. Cuando se viven socialmente experiencias tan devastadoras como las del plan de la dictadura, con las desapariciones, las torturas, el robo de niños, los vuelos de la muerte y toda la parafernalia infernal de aquella orgía perversa sistemáticamente lanzada desde el poder del Estado, cuando se viven semejantes atrocidades, digo, sobreviene el trauma. Y el trauma hace dos cosas: que no podamos pensar en ello y que ello vuelva una y otra vez. Ambas cosas resultan tristemente útiles para defender la democracia.
Hay que reconocer que Alfonsín sí era un demócrata convencido. La frase aquella: con la democracia se come, se educa y se cura, pretendía una legitimación intrínseca de la democracia, una legitimación que no dependa del horror sino que traiga consigo sus propias virtudes. Uno diría, si se piensa en profundidad, que las virtudes de cualquier sistema social son tres: orden, libertad y prosperidad. Pero esas tres virtudes dependen de la única esencial: la igualdad. La democracia no consiguió consolidar ninguna de ellas, y cuanto más afianza una más abandona las otras, sin poner jamás seriamente sobre la mesa la cuestión fundamental de la igualdad. La desigualdad es intrínseca a la democracia cuando es representativa.
Es importante subrayar que cuando se habla de democracia se habla de esta democracia, es decir, la democracia representativa cifrada en los mandatos de la modernidad. No se trata de un concepto abstracto como el gobierno del pueblo, ni nada parecido. Se habla de una democracia en la que un sistema representativo, articulado con las instituciones republicanas, sirve de modelo administrativo para una sociedad capitalista. Y esto es, precisamente, lo que viene fracasando en las aspiraciones primigenias desde 1983.
Esta es la principal razón por la cual emerge, en el seno de una representación en ruinas, la figura heroica de un psicópata irresponsable que escupe en la cara de todo lo sagrado. Porque lo sagrado fracasó en la promesa de la salvación. Lo sagrado se secularizó, la representación ya no es efectiva. Ya se le ven los hilos a las marionetas y la ficción se terminó.
La democracia es el sistema de la irresponsabilidad. Todos los demócratas se rasgan las vestiduras cuando se banaliza el ritual electoral, pero en la cotidiana todas las responsabilidades se transfieren. La democracia es la fantasía en la que la delegación representativa paga el precio de la subordinación con las mieles de la impunidad. La democracia es la sistematización social del yo no fui.
Por eso es traumático que lo sagrado no nos salve. ¿Quién podrá ayudarnos? ¿Quién podrá salvarnos? Si no nos salva el mecanismo habrá de salvarnos el héroe. A lo único a lo que no estamos dispuestos es a tomar el toro por las astas y asumir la responsabilidad cotidiana de atender la dimensión común con la acción directa sobre los asuntos públicos. Organizar la economía y la vida social con la participación efectiva de los socios de la sociedad, y no con la delegación en esa entidad superpuesta que nombran “política” y que está siempre a distancia del hecho social. La sociedad nos demanda, dicen los representantes. La política le debe respuestas a la sociedad, nos dicen los progresistas. ¿Y qué es esa cosa, pregunto yo, que a distancia de la sociedad gobierna sobre ella? ¿Qué cosa es eso que llaman la política?
La casta, nos dice el hijo de puta. Lo nombra como los revolucionarios de Francia llamaban a la nobleza y al clero. ¿Será Milei el nuevo mesías, salvador de nosotros, los condenados a la expoliación por culpa de los administradores públicos, de los políticos que nos roban?
Milei retrotrae el signo a tiempos anteriores al pensamiento obrero. Lo lleva a los tiempos en los que el capitalismo aparecía en escena y no se habían consolidado aún las corrientes modernas del pensamiento socialista. Lo retrotrae a cuando el sindicalismo aún no había nacido y el pensamiento igualitario no había alcanzado su plenitud y madurez.
Milei es un héroe que nos promete una salvación inexplicable por incomprensible, cifrada un código que pretende autoridad a través de un falso tecnicismo, y que confunde ciencia con dogma ocultando las premisas en falacias y galimatías. Pero halló la clave del momento actual, le tomó el pulso a la época: es el momento de escupir contra todo lo sagrado porque la fe se ha perdido. Y la única responsable de que la fe democrática se haya perdido es, precisamente, la democracia.
Nos hemos aferrado a una idea moralizada y dogmática de la democracia. Todo lo que podemos decir es que su archienemiga, la dictadura, es el horror, y el horror no se piensa. La democracia excluye formal y sistemáticamente todo discurso que la niegue. No está permitido pensar por fuera de ella. Para conseguirlo traumatiza con la dictadura, y pretende que el eterno retorno de la experiencia traumatizada sea el fantasma del horror que la legitime para siempre. Si tan sólo hubieran gobernado más o menos bien, quizás este mecanismo infame hubiera durado más tiempo. Pero han hecho tanto desastre que viene un delirante y de un soplido abre la caja de Pandora.
Ahora están todos los fantasmas sueltos en un carnaval descerebrado que parece difícil de explicar, pero no lo es tanto. Han hecho tanto hincapié en que lo otro de la democracia es el horror, desde una democracia de mierda, que nos han hecho perder el miedo al horror. Nada de esto puede salir bien.
Quizás estemos a tiempo de parar un poco esta locura y pensar. Quizás estemos a tiempo de cambiar el rumbo y abandonar la búsqueda frenética de la salvación y de la imaginación de un mundo sin problemas y sin esfuerzo. Quizás estemos a tiempo de buscar el camino en el que la acción directa sobre las cuestiones comunes vayan poco a poco desplazando la idea milagrosa de un Cristo redentor en la figura trasnochada de un mesías perverso. Quizás estemos a tiempo de abandonar la fantasía de consagración familiar en la imaginación de un padre protector sentado en el sillón de Rivadavia. Quizás estemos a tiempo de hacernos cargo de la propia sociedad. Quién sabe.