Hace un año escribíamos en el editorial de este periódico que hoy, 1 de Mayo, no es un feriado sino un día en el que lxs trabajadores abandonamos las tareas del trabajo para enfocarnos en la organización de nuestra propia lucha. Esa lucha es, ni más ni menos, que la lucha histórica de la clase obrera.
Estamos comenzando la tercera década de un siglo que nació repleto de estallidos y de crisis. Conflictos territoriales, sociales y económicos atravesaron y atraviesan los pueblos del mundo y de América Latina. Se ve por todas partes que hay un fuego subterráneo a punto de estallar.
Pero, en medio de semejante fulgura, parece gobernar el olvido de la clase obrera. Atomizados por la precarización y reconvertidos por la industria, lxs trabajadores fuimos poco a poco distrayendo la mirada a tal punto que hablar de clase obrera pareciera ser una antigualla.
El mundo sigue estando partido en dos. Por encima o por debajo de todas las diferencias construidas en torno a las mil contradicciones de intereses subsiste y persiste la más radical de todas: la oposición entre explotadores y explotadxs. Con la matriz productiva que pone al interés privado sobre el beneficio común y organiza la producción económica en virtud de ese interés, concentrando la riqueza en los dueñxs del capital y el esfuerzo productivo en los desposeídxs de todo, con esa estructura no hay horizonte hacia una sociedad igualitaria. Y sin ese horizonte, sin un proyecto hacia una sociedad igualitaria no hay manera de ponerle fin a la ignominia, a la injusticia, a la explotación.
La lucha obrera sin transformación social es tan conservadora como la fantasía de alguna transformación social sin lucha obrera.
Desde que el mundo es mundo ha habido pobreza y riqueza. El capitalismo explica la forma moderna en la que se despliega esa injusticia. Y también desde que el mundo es mundo, existen y perseveran las más diversas luchas destinadas a transformar la sociedad. La lucha obrera es la forma moderna en la que se despliega esa demanda de justicia.
Cualquier género y cualquier etnia, cualquier altura, peso y medida, cualquier cultura y religión: a la máquina capitalista no le importa la identidad sino el beneficio. Cualquier prejuicio social es útil para presionar el salario hacia el suelo y maximizar el beneficio que la patronal obtiene del trabajo ajeno. Y todos los avances sociales obtenidos por la lucha popular resultan en nuevas estrategias para la concentración de la riqueza. La matriz capitalista es una sola y fluye; tiene la potencia de la adaptación convirtiendo todo en mercancía.
La modernidad estalló en mil identidades. La universalidad de la lucha anticapitalista y el internacionalismo proletario parecen haber desaparecido detrás de un mundo de luchas autónomas que se expresan segmentadas y localizadas en su propia unicidad. El mejor truco que inventó el diablo es hacernos creer que no existe. El capitalismo, como un ilusionista habilidoso, se vuelve invisible en medio de tanta identidad y se esconde fácilmente delante de nosotros, a la vista de un mundo que naturaliza la expoliación en la institución social que llamamos trabajo.
La cuestión es mucho más simple de lo que parece. Quienes vivimos de nuestro trabajo estamos estructuralmente enfrentadxs a quienes viven de nuestro trabajo. Ellxs son dueñxs del capital, nosotrxs dueños de casi nada. Todo lo demás es enrular el rulo para esconder detrás de mil verdades la más importante de todas las mentiras. Podremos ser lo que queramos ser siempre que la máquina productiva asimile los cambios y siga funcionando. Es un metabolismo social que deglute el esfuerzo común y lo destina al lujo y beneficio de quienes se apropian de lo nuestro. Y lo nuestro es, siempre trabajar.
Trabajar, poner el cuerpo y la mente en la tarea productiva, en el mecanismo de transformación de la materia en mercancía y hacerlo a cambio de un salario. Vivir del salario, morir por él. No importa si hay empleo directo, precarización encubierta o descubierta o si las nuevas herramientas de la comunicación permiten la contratación a distancia de trabajadores autónomos. Vender la fuerza de trabajo en un mercado gobernado por lxs dueñxs del capital: eso es trabajar, y eso se llama capitalismo.
¿Acaso el mismo esfuerzo destinado al bienestar común, socializando el producto y el esfuerzo productivo, comunitariamente, es lo mismo que este régimen de subordinación en el que nuestro esfuerzo se intercambia por un salario, para peor siempre insuficiente, y vivir a suerte y verdad en un sálvese quien pueda? El esfuerzo productivo no merece llamarse trabajo si se orienta solidariamente al bienestar común. Si los trabajadores no entendemos esto, estamos condenados a retroceder cada vez más.
La organización obrera debe ser la organización de la clase obrera, una acción elemental en defensa propia. Defendernos de la presión del capital sobre el trabajo que se expresa en la caída del salario, en la precariedad de la vivienda, en la cantidad y calidad del alimento, en la gestión del territorio y la explotación de los recursos comunes. Defendernos del impacto de la más brutal concentración de la riqueza, de la desigualdad en la distribución del esfuerzo y la concentración del beneficio. Y es bien sabido que la mejor forma de defendernos es eliminar las causas y no luchar eternamente contra cada uno de los efectos. La organización obrera requiere una clara dirección hacia la erradicación total de la división social a través de la explotación capitalista. Cualquier conciliación con el capitalismo es una afrenta directa en contra de la clase obrera. El camino es uno solo. Los intereses de la clase obrera, nuestros intereses, comienzan en las mejoras de las condiciones de trabajo y culminan en la erradicación de las causas de la desigualdad económica, en la abolición del capitalismo, es decir en la revolución social.