Las fechas, las marcas en el tiempo, pueden servir para llamarnos la atención hacia una mirada global que se sobreponga a la tiranía de las demandas cotidianas. Pasar de la hora al día y del día al año. Esto nos permite recalcular y volver a pensar nuestro propio recorrido y el camino que habrá de continuar.
Cuando regresamos la mirada hacia aquél 1 de Mayo de 1886 se nos pone delante la precariedad actual no sólo de la calidad de vida, sino de la capacidad de organización y la actitud frente a la cuestión social.
Muchas cosas han cambiado, indudablemente. Es muy poco lo que permanece igual. Sin embargo, ese poquito de continuidad es fatalmente importante: la sociedad sigue estando partida en dos a causa del sistema productivo, y la miseria, que en muchos sectores es menos cruel que en el siglo XIX, en muchos otros es aún peor.
En aquellos años la clase obrera se reconocía y se pensaba a sí misma en la inmediatez de una confrontación material en defensa propia. Las organizaciones obreras se consolidaban como la forma natural de la clase de confrontar la injusticia estructural del capitalismo industrial. Asuntos tan básicos como la defensa del salario, de la salubridad, de la vivienda o de la jornada laboral eran defendidos por los trabajadores de aquél tiempo organizándose entre sí. Todo esto, claramente, ha cambiado.
La situación internacional de la clase obrera no es homogénea, como tampoco lo son nuestras organizaciones y nuestras ideas. Nunca lo fueron. Pero actualmente las condiciones económicas, sociales y culturales abrieron brechas entre los distintos sectores de la clase obrera que por momentos parecen ser insalvables. Esta distancia entre unos y otros repercute en una falta de reconocimiento. La clase obrera ya no se reconoce a sí misma como tal.
Hoy operan generalmente otros vectores de identificación. Valoraciones morales, identidades de género, identificaciones nacionales o religiosas, preferencias relacionadas con el “estilo de vida”, etc, sirven de identificación por encima de la participación en el sistema productivo y, por lo tanto, por encima de la condición de clase. Esto impacta tristemente en el grado de solidaridad que pudiera esperarse y en la perspectiva de organización que necesitamos tener.
Las organizaciones que existen actualmente podrán ser necesarias, pero son insuficientes. El sindicalismo como funciona actualmente ya no es una herramienta de lucha sino una institución del sistema representativo para el gobierno de la clase obrera, un fuelle de contención que absorbe el conflicto entre clases y lo asimila en defensa del status quo.
Esta situación nos deja a la merced de una dinámica política que desde las alturas de los escritorios define las condiciones de vida de la clase obrera.
Ante semejante situación vuelve una y otra vez la necesidad de crear organizaciones que tengan como perspectiva algo más que negociar las condiciones de nuestra resignación. En tiempos en los que las cosas vuelven a cambiar vertiginosamente, con el impacto que las nuevas tecnologías imprimen en el sistema productivo, resulta urgente concebir otras formas de organización social que vengan de la mano de nuevas organizaciones obreras. No puede haber otro horizonte que no sea que la desigualdad inherente a la sociedad clasista desaparezca.
Los trabajadores tenemos que darnos nuestras propias herramientas para sortear la situación actual a fuerza de solidaridad y compromiso y, al mismo tiempo, habilitar un futuro. Identificarnos con la resistencia es un error histórico. Los trabajadores debemos organizarnos para la iniciativa, apropiarnos del producto y de los medios de producción, y socializar la economía sectorialmente en conjunto con la ineludible resistencia y la presión sobre la patronal hasta vencerla.
Es preciso articular el consumo con la producción a distancia de las organizaciones políticas que obtienen del Estado la riqueza que por sí mismas no pueden producir. Si no ponemos por delante la producción seguiremos subordinados a procesos políticos que tengan a lo sumo la pretensión de forzar al gobierno a tomar tal o cual medida circunstancialmente. En otras palabras, el sindicalismo que no incorpore la creación de unidades de producción y consumo no podrá eludir a la conducción política. Quedará por completo subordinado a la gestión del Estado como lo está actualmente, y no podrá ir mucho más lejos de donde está.
En ese aspecto la captura de la capacidad comunitaria de los sectores expulsados de la economía formal en la figura retórica de la economía popular, es una estrategia más avanzada en relación a la comprensión de las nuevas condiciones sociales que la que ha expresado hasta ahora el sindicalismo contemporáneo. En el contexto de un retroceso del modelo clásico del empleo capitalista, una concentración fabulosa de la riqueza, y un crecimiento también fenomenal de la productividad, la exclusión estructural ya deviene también permanente.
Desde la década de los 90 la desocupación dejó de ser una variable circunstancial asociada a las crisis productivas para convertirse en una dimensión estable y permanente de la sociedad. Los modelos actuales de desarrollo capitalista ya no apuntan al pleno empleo, sino a puntos de equilibrio en los que algunos segmentos más o menos extensos de la sociedad, queden al margen de la producción. Es en este contexto en el que la figura de la economía popular ha venido para quedarse.
El concepto mismo de economía popular implica que ya no hay una marginalidad sino dos territorios distintos. El pueblo tendrá una economía y los otros tendrán otra. ¿Quiénes son esos otros? ¿Cuál es la línea divisoria entre la economía del pueblo y la economía de los otros? Esa línea divisoria es un cruce entre empleo formal, poder adquisitivo y territorio. La economía popular está circunscripta a una esfera social que se asume estructuralmente diferenciada de la economía formal. Es la reconversión de la informalidad en una formalidad paralela.
No tener nada que perder, haber quedado del lado de afuera, es una ocasión inigualable para crear un mundo diferente. No por romanticismo ni por alguna clase de virtud en la miseria, sino por necesidad. Si no fuera por esa captura, la mitad de adentro tendría que enfrentarse más radicalmente contra la mitad de afuera. Y esa mitad de afuera quizás podría abrirse camino hacia otras formas de sociabilidad y de confrontación. O no.
Lo cierto es que no hay dos economías sino una. Sin un nexo entre la economía formal, con la potencia de la productividad industrial y la sofisticación de las tecnologías aplicadas de la información, la economía popular no podría subsistir sin tomar por asalto el capital necesario para su propia subsistencia. Ese nexo es el Estado. Hoy a través de planes, quién sabe mañana a través de un ingreso universal. Pero la función del estado como nexo entre el mundo formal y el mundo formalmente informal, “popular”, también llegó para quedarse. Son dos caras de la misma moneda. Por eso es que la economía es una sola. Mientras que las economías populares mantienen la bestia en el corral, el Estado es el corre-ve-y-dile del empresariado llevando subsidios, fuerzas represivas y negocios clandestinos.
Este esquema resulta inabordable por un sindicalismo que no contemple la dimensión propiamente económica de la solidaridad de clase. Es necesario pensar un sindicalismo que, a diferencia de representar a los trabajadores ante la patronal o el Estado, se consolide como una organización de los trabajadores para atender directamente las vicisitudes de la vida económica. Me refiero a la necesidad de subvertir el orden político del gerenciamiento de la pobreza y desarticular el quiebre que se imprime al interior de la clase obrera con la frontera recortada entre la economía formal y la economía popular.
Esta informalidad, por otra parte, avanza en la porosidad de una economía formal que no podrá resistir mucho tiempo más la desarticulación de su orden regular. La flexibilización de los contratos de trabajo y el retroceso en la cobertura social de la legislación laboral, son procesos que llegarán más temprano que tarde porque sin ellos la crisis del sistema capitalista podría llegar a ser demasiado profunda, a menos que tengamos la capacidad y la organización suficientes para llevar esa crisis al nivel de la ruptura. Ése no parece ser le caso.
Por todo esto se impone una reformulación de las organizaciones obreras. Hay que barajar y dar de nuevo, retomar los principios que ordenan la concepción de clase obrera y que explican la necesidad urgente e imperiosa de organizarnos. No se trata de una confrontación más o menos directa con la patronal, ni mucho menos de aventuras políticas de rutina, sino de una estrategia real de supervivencia en un mundo desigual y de la importancia de eliminar las condiciones de esa desigualdad.
El motor actual es hacer camino, abrir un nuevo sendero en la misma dirección. Los cambios del sistema productivo imponen nuevas condiciones para la organización. La acción directa es, ahora más que nunca, una acción económica destinada a cubrir las necesidades materiales de los trabajadores en todos los espacios y en todas las dimensiones de las relaciones económicas. Y estas necesidades no se restringen al consumo, sino que implican también la apropiación de los procesos productivos para socializar, finalmente, la actividad económica y el beneficio producido.
La organización obrera deberá ser alguna vez la organización económica de la sociedad, la organización de la actividad productiva por parte de los productores y para el beneficio común. Si el sindicalismo ha sido la expresión histórica de la lucha de los trabajadores en contra de la explotación, actualmente se ha confundido con la contención del conflicto obrero para que esa explotación sea administrable. Es momento de volver a comenzar, de pensar nuevamente las organizaciones que existen y las que deben existir tomando la iniciativa en un mundo en transformación veloz. Es momento de organizarnos para hacer camino.