Lxs trabajadorxs sabemos qué significa la palabra productividad: que el patrón nos saque el jugo hasta la última gota. Si unx lo pensara en abstracto, la productividad debería ser el hada madrina de lxs trabajadorxs, porque permite obtener el mismo beneficio con menos esfuerzo. Pero cuando las reglas las ponen los dueños del capital, las cosas no funcionan así.
La memoria de nuestra clase, cifrada en la historia del movimiento obrero y en la experiencia volcada de generación en generación, comprende este asunto desde el origen de los tiempos. De hecho, la clase obrera nace con la transformación del sistema productivo que resulta del aumento fenomenal de la productividad a comienzos del siglo XIX, como consecuencia de la incorporación de mecanismos automáticos, o semiautomáticos, en los talleres que pronto se convirtieron en fábricas. En aquellos tiempos lxs compañerxs comprendieron inmediatamente que la maquinaria, la tecnología, traería más beneficios que problemas, pero que los patrones se quedarían con el beneficio y lxs trabajadorxs con los problemas.
Actualmente la situación es sorprendentemente parecida. La productividad de la industria digitalizada, con la incorporación de los avances técnicos de los últimos 100 años, trae nuevas transformaciones de magnitud insospechada. Y ahora: ¿quién se quedará con el beneficio de esta productividad y quién con los problemas?
La lucha de lxs trabajadorxs en defensa de las propias condiciones de vida, durante los últimos doscientos años, hizo que la clase obrera obtuviera ciertas conquistas que atenuaron las injusticias estructurales del sistema capitalista. No hemos logrado transformar la sociedad, pero al menos pudimos conseguir que se reconocieran ciertas reivindicaciones en la forma del derecho laboral y la legitimidad de la organización. Pero estas reivindicaciones obtenidas, estas conquistas circunstanciales y parciales, están ahora en vías de retroceder en nombre de la productividad.
Agazapada entre carpetas apiladas en despachos de gobierno y anunciada en el murmullo permanente de tecnócratas y dirigentes, se asoma una reforma laboral que tiene una única función: flexibilizar las relaciones de empleo. Para ese fin se busca facilitar la contratación y, sobre todo, el despido, romper la contención de los convenios de trabajo, deslocalizar las tareas, transferir el aporte de capital y desregular la carga horaria en una versión 4.0 del trabajo a destajo. Nada nuevo. Lo que estamos viviendo es una vuelta más en la rueda del despojo, ante la cual estamos quizás más débiles que nunca. Las organizaciones obreras más voluminosas y con mayor capacidad de acción están completamente desconectadas de la clase, y son conducidas de manera medieval por políticos empresarios vestidos de overol.
El precio de la legitimidad de las organizaciones obreras se pagó con la legislación de la actividad sindical, y eso hizo que lo que fuera en su momento una prohibición se convierta en una regulación normativa de la actividad gremial, que impone a las organizaciones un burocratismo burgués al servicio de lxs capitalistas.
En ese contexto enfrentamos un proceso de precarización que se adivina indispensable para la salud de un sistema de expoliación centrado en la productividad. El capitalismo contemporáneo impone una renovación social que necesita como el agua. Esa renovación no nos trae buenas noticias: se trata de un retroceso radical de las conquistas obreras a cambio de un financiamiento estatal de la pobreza en la figura de un ingreso básico universal.
Al mismo tiempo, las tareas cotidianas, fragmentadas en el contexto general de una economía de servicios, resultan cada vez más inútiles desde el punto de vista del producto real. Dedicamos gran parte de nuestra vida productiva en tareas que sólo sirven para sostener la maquinaria funcionando sin que haya un correlato material que tenga alguna utilidad. Entregados a la alienación del salario, pasan los días sin que lo que hacemos tenga para nosotros mayor sentido.
Si trazamos una recta que nos proyecte hacia el futuro, lo que vemos venir es más y más precariedad. Mirando al horizonte, nos asomamos a una tierra arrasada, simbólica y materialmente, por la infinita ambición de lxs concentradores de riqueza, de lxs acaparadores, de lxs explotadores, de lxs expoliadores. Vemos venir un retroceso, en nombre de la productividad, de las conquistas obtenidas a fuerza de una incansable lucha económica y social de la clase obrera. El empleo estable, ligado a condiciones fijadas en convenio, mínimamente contenidas por los beneficios del trabajo en blanco, será cada vez más una excepción en el contexto de un actividad “independiente”, compuesta de jornaleros, changarines o “freelancers”, por trabajadores que a destajo venderán su tiempo como puedan en un mercado que de libre tiene solamente la ilusión de una singular autonomía. O de los pobres consuetudinarios de la “economía popular”, consumidores de subsistencia financiados por el Estado para que la cosa no estalle y para que las cosas se vendan.
Pero la historia no se traza en línea recta porque no es la pura consecuencia de acontecimientos físicos. La historia es resultado de acciones colectivas en las que la voluntad, la decisión y la acción de los pueblos marcan la diferencia.
Es por eso que la organización obrera ahora, en los albores del siglo XXI, es más urgente que nunca. Tenemos la fuerza de la iniciativa y la experiencia histórica, tenemos las ideas y los brazos que pueden imponer otro destino. Si el capitalismo no puede sostenerse sin arruinar la suerte de lxs trabajadorxs, será necesario entonces que se muera por fin, y que se abra el camino hacia una sociedad cada vez más igualitaria. Si el presente no cambia, el futuro es precario. La respuesta, como siempre, está en nuestras manos.