No se come, no se cura, no se educa

Mucho se habla en tiempos electorales de la voluntad del pueblo, con la idea de que la democracia es el mecanismo por el cual el pueblo decide su propio destino. Cada dos años arman un circo y lo llenan de payasos. Con esa fanfarria, en medio del pueblo y su destino, la democracia representativa pone a los representantes, y la imaginaria voluntad del pueblo es reemplazada por el Estado.

Cuando nos dicen que el Estado representa, defiende y administra los derechos del pueblo, se está usando una imagen tan difusa como el pueblo para justificar al Estado. Si el pueblo es la parte de la sociedad que no goza de los privilegios del poder económico ni de la autoridad del poder político, el Estado es una estructura simbólica y jurídica que desplaza al pueblo de sus propias decisiones.

Dese que terminó la dictadura, hace 40 años, la democracia hace un autobombo fantástico. Los demócratas hablan de sí mismos como los templarios del derecho y de la libertad, pero lo cierto es que son en realidad los protectores del capitalismo y de su desigualdad. Esto significa, por otra parte, que la figura de un capitalismo sin Estado es una fantasía perversa que supone que el problema de la sociedad contemporánea es el Estado y no el capitalismo. Es preciso insistir en que son dos caras de una misma moneda, socios desde su nacimiento afianzados en la expoliación de los demás.

La democracia contemporánea se sintetiza en la famosa frase del artículo 22 de la constitución: El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. La coma es elocuente: el pueblo no delibera ni gobierna. Los representantes lo harán en su nombre, y en su nombre sostienen un sistema económico y social que nunca pudo hacer lo que dijeron que haría.

El relato alfonsinista falló. No se come, no se cura ni se educa. Los alimentos son los productos que más encarecen su precio en tiempos inflacionarios porque estos precios están ligados a la rentabilidad, o incluso a la especulación, del sector agropecuario y de los intermediarios. El sistema de salud está colapsado y en una franca crisis que no solamente se viene observando desde hace años, sino que está siendo anunciada desde hace meses por los prestadores. Es un sistema que convalidó la privatización del sector con la excusa de la “hotelería”, pero que en los hechos desfinanció al sector público y forzó a la población a recurrir, de una u otra forma, al sector privado. Actualmente el sector privado también colapsó junto con las condiciones de trabajo, que se vienen deteriorando progresivamente de la mano de la precariedad general del sistema de salud. Y la educación, transformada en un fuelle de contención de las consecuencias de la descomposición social, perdió cualquier anhelo transformador y está trabada en la precariedad de los trabajadores docentes y de la ruinosa infraestructura del sector público.

Los tres tópicos del discurso alfonsinista muestran la desigualdad estructural de la sociedad contemporánea. En los últimos 40 años la pobreza no dejó de crecer y de consolidarse de manera estructural en una economía excluyente. Tan excluyente es la economía de la democracia argentina que hay dos sociedades superpuestas: la economía informal ya está formalmente incorporada en la vida popular y separada de la otra por el muro del empleo.

Pero, aún así, el salario se ha depreciado al punto de que el empleo no garantiza ni siquiera la precariedad histórica del ingreso de los trabajadores y se sumerge bajo la línea de la pobreza.

En medio de este panorama, la democracia amenaza con la dictadura. Si no somos obedientes y gentiles con los representantes del pueblo somos cómplices de la dictadura. Con esa extorsión la democracia usa a la dictadura para reivindicarse y pretende con ello bloquear cualquier transformación emancipativa. 

Quizás habrá que avisarles a los representantes que el pueblo no gobierna, pero sí que delibera y a veces se enoja. El día en que el enojo se organice los representantes del pueblo pasarán a ser un triste recuerdo de los tiempos en que la democracia se jactaba de interpretar la voluntad popular en medio de un circo, cada dos años.

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