Las transformaciones producidas a partir de la revolución industrial fueron considerables. Entre ellas: el crecimiento de la producción y el comercio, la expansión de las ciudades y el surgimiento de innovaciones tecnológicas a un ritmo vertiginoso. Pero este cambio productivo también produjo la cristalización de las dos clases sociales que comenzaron a convivir en talleres y fábricas, la clase obrera y la burguesa.
En la medida que el nuevo sistema productivo fue alterando las anteriores modalidades de ayuda comunitaria, los trabajadores industriales se vieron desprotegidos ante la ley del libre mercado y las reglas laborales impuestas por los burgueses. El malestar acumulado por el maltrato y las pésimas condiciones de trabajo dieron origen a la irrupción de protestas obreras en la década de 1830. Expresiones de rebeldía espontánea, pero sin una organización estable que pueda encarrilar los reclamos de forma articulada a través del tiempo.
Al calor de las primeras movilizaciones realizadas por los trabajadores se empezaron a constituir las primeras organizaciones obreras en Inglaterra (Trade Unions). Los objetivos trazados eran mejorar la condición del proletariado, pero su forma de proceder guardó un carácter moderado. En un principio rechazaron la concepción de lucha de clase y la huelga general como herramienta de lucha, buscando alcanzar las mejoras a través de reformas políticas promulgadas por el parlamento británico. Para alcanzar ese objetivo se dedicaron a formular sus reclamos por medio de cartas que hacían llegar a los representantes parlamentarios. De aquí que se le dio el nombre de “cartistas”. Además de buscar mejorar las condiciones de trabajo, este movimiento reclamó una apertura democrática que permitiera a este sector social participar de la política.
Paralelamente a la consolidación de las Trade Unions, se fueron desarrollando las primeras ideas socialistas. El “socialismo utópico” como fue denominado posteriormente por los marxistas. Lo cierto es que el carácter de “utópico” por lo cual fueron criticadas las posiciones de Saint Simon, Fourier, Blanc y otros es por el hecho de considerar que el cambio social podría realizarse sin desatar la lucha de clases, es decir que, apelando al carácter racional de los detentores de los medios de producción se podría organizar la economía de forma más racional. Como era de esperar, estas primeras tendencias socialistas no lograron entablar una conexión estrecha con el mundo obrero, ya que tampoco lo consideraban el sujeto primordial para el cambio social, sino su justo beneficiario.
En la década de 1840 surgen otros planteos socialistas en Francia que interpelaron directamente a lxs trabajadorxs, como el mutualismo esgrimido por Prohudon o el insurreccionalismo de Blanqui. Las organizaciones profesionales, es decir aquellas instituciones que se encontraban en la transición entre los gremios medievales y los sindicatos modernos, se extiendieron por Europa de la mano de la industria, y a excepción de las expresiones más iracundas de los “luddistas” [1], la mayoría del proletariado aún se identificó con los postulados políticos del republicanismo.
La ola revolucionaria desatada en Europa en 1848 pretendió llevar adelante las transformaciones políticas inconclusas de la etapa anterior. Burgueses y obreros querían poner fin al privilegio de la nobleza restaurada, y en gran medida lo lograron. Pero lo más importante de este proceso fue el divorcio producido entre burgueses y proletarios, ya que los primeros tomaron las riendas del nuevo gobierno, excluyendo a lxs obrerxs. A partir de este momento las posiciones socialistas y anticlericales ganaron adeptos entre lxs trabajadorxs, quienes veían en los postulados liberales y republicanos la cara de la burguesía que los traicionó.
Luego de transcurrido el peor momento represivo de la década del ’50, las asociaciones obreras se recompusieron y ganaron terreno en otros países europeos, incluso dando sus primeros pasos en continente americano. La visión internacionalista del socialismo revolucionario tomó impulso y logró concretar una alianza entre diferentes entidades sindicales de Europa. De este proceso nació la Asociación Internacional de Trabajadores, también conocida como Primera Internacional por ser la primera experiencia organizativa de este tipo. Es sabido que producto de los debates entablados en el seno de esta asociación se cristalizaron las dos principales tendencias del socialismo moderno: el marxismo y el anarquismo. Como también, que sus diferencias fueron las que provocaron la escisión y posterior disolución de la Internacional en la década del ’70 del siglo XIX. Sindicatos de todas partes del mundo pasaron a disputar su orientación política entre estas dos vertientes del socialismo, junto con las expresiones más reformistas, como el laboralismo inglés [2].
En la etapa posterior a la Primera Internacional se puede observar el crecimiento de los partidos políticos socialistas o de identidad obrera, los cuales buscaron incidir en la disputa electoral y erigirse como representantes políticos de lxs trabajadorxs. De la unión de los diferentes partidos nacionales se terminó constituyendo la Segunda Internacional en 1889. En el seno de esta entidad se produjeron debates sobre las estrategias y medios a implementar por estas organizaciones partidarias, provocando una fractura de gran relevancia dentro del marxismo y dando origen a la corriente socialdemócrata. El vínculo que esta tendencia logró establecer con las entidades obreras se consolidó con el cambio de siglo en el norte de Europa, derivando en una mayor integración política del sector proletario. Por el contrario, la zona latina de ese continente permaneció bajo una fuerte influencia anarquista, por ende, reacia a la participación política.
De la mano del accionar desplegado por la socialdemocracia y algunas corrientes reformistas de la burguesía, los Estados nacionales comenzaron a prestar mayor atención a la regulación laboral y la legislación social. Los objetivos de estos sectores políticos no eran los mismos, ya que unos buscaban mejorar la situación de lxs obrerxs para elevar su calidad de vida, mientras que la burguesía se movía tras el objetivo de evitar el conflicto social. Un caso emblemático de este proceder lo representó la creación de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) en 1919 luego del susto ocasionado mundialmente tras el triunfo de la revolución rusa. Este organismo comprometía a las diferentes naciones integrantes a avanzar en materia de derechos laborales, y de esta manera, evitar la irrupción de movimientos revolucionarios.
A lo largo del siglo XX se puede observar como la organización sindical ganó terreno en las diferentes actividades económicas asalariadas. Especialmente las del área urbana. De la organización por oficios se fue pasando a entidades de mayor envergadura que cubrían toda la rama de la actividad industrial correspondiente. A la par que el número de sindicatos y afilidxs fue creciendo la disputa ideológica en el seno del movimiento obrero se dirimió en torno a las posiciones integracionistas (al orden estatal-burgues) vs aquellas tendencias revolucionarias y refractarias a la colaboración de clases. En el fondo, lo que este debate global y polifónico mostró es que la condición de clase del proletariado no significaba naturalmente su rechazo al sistema capitalista, sino que también podía encauzar su accionar a la integración político-ciudadana. Los sectores revolucionarios sostuvieron, y sostienen, que la misma división de clase es razón suficiente para buscar una transformación radical del sistema socioeconómico.
Esta lógica histórica nos hace ver que las organizaciones obreras tienen como factor común la búsqueda de un mejor pasar para sus integrantes. Pero los objetivos perseguidos por las distintas tendencias político-ideológicas guardan diferencias de gran relevancia, pudiendo estar guiadas por premisas socialistas, católicas, nacionalistas, anarquistas u otras. Estas diferencias han desatado disputas de hegemonía dentro los sindicatos, que muchas veces no se comprenden desde la óptica del socialismo. Señalar de “desvío” o “traición” a tendencias obreras que no comulgan con las ideas de izquierda es producto de una mala interpretación histórica. No fue menos obrero el laborismo, o el peronismo, que el sindicalismo revolucionario francés o el anarcosindicalismo español. Lo que cambien son los objetivos que se han dado a sí mismo lxs propixs trabajadorxs.
En este sentido cabe afirmar que la interpelación a lxs obrerxs, como sujeto social, sigue constituyendo un elemento imprescindible para una transformación de carácter igualitaria. Pero, según lo retratamos en este sucinto recorrido histórico, no es la condición de clase la que determina aquel objetivo emancipatorio, sino la proyección y la búsqueda incansable de una transformación social anticapitalista, impulsada por hombres y mujeres llenas de contradicciones, no por leyes mecánicas de la historia. ¿El movimiento obrero busca emanciparse del dominio del capital? Visto desde el corto plazo no parece ser así, pero lo que se puede asegurar es que el camino hacia la armonía anarquista solo se construye allanándolo.