Los sucesos en torno a las huelgas patagónicas de 1921 y 1922 representan uno de los eventos más difundidos y renombrados de las luchas obreras de Argentina. Transcurrido un centenario de aquellos acontecimientos, vale la pena traerlos a colación para reflexionar sobre nuestro pasado y presente.
De forma sucinta, se puede señalar que las protestas que se desarrollaron de forma conjunta en varios pueblos, ciudades y campos de la Patagonia se enmarcaron en un ciclo de creciente conflictividad laboral guiado por el objetivo de recuperar las condiciones de vida previas a la Primera Guerra Mundial. Este proceso, que inicia en 1917, muestra su declive para 1921, justamente cuando se producen las huelgas en el sur del país.
El clima político era tenso, las repercusiones de la revolución Rusa se hacían sentir en todo el mundo, alentando a los obreros a tomar la ofensiva, al mismo tiempo que extremó el temor de las clases propietarias a verse perjudicadas ante los reclamos proletarios. De la preocupación a la paranoia revolucionaria hubo un solo paso, para lo cual la elite buscó ejercer su propia defensa más allá de los canales legales.
En Argentina, esta decisión fue vista como necesaria ante el cambio de signo político del gobierno. En tanto que los conservadores habían sido desplazados del control gubernamental, luego de más de tres décadas de gobierno ininterrumpido, al verse afectados por las nuevas reglas electorales que impuso la Ley Saénz Peña. A partir de la misma, el fraude se vio limitado y asume el gobierno la Unión Cívica Radical de la mano de Hipólito Yrigoyen. La desconfianza de la élite socioeconómica hacia las nuevas autoridades se reflejó en varios aspectos, pero uno de los más problemáticos se plasmó en el ámbito laboral. La intervención del Poder Ejecutivo en los conflictos laborales y la actitud paternalista del mismo presidente con algunos sectores obreros irritó a la oligarquía. Ante la presunción de radicalización y la desconfianza hacia el gobierno, los empresarios avanzaron en la organización de entidades estables para reclutar rompehuelgas y en la formación de fuerzas parapoliciales como la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica Argentina.
Esta interacción entre obreros reclamando mejoras laborales, represión policial, un gobierno indeciso y la intervención de “guardias blancas” ya se vio reflejada en la Semana Trágica de enero de 1919. Lo que marca una particularidad entre aquellas jornadas y los sucesos de la Patagonia es justamente su traslado geográfico, trasponiendo el epicentro del conflicto a una zona externa al área pampeana, donde la concentración económica y urbana había marcado el pulso de la organización obrera y sus conflictos.
La Patagonia tenía un reciente desarrollo demográfico dentro de las fronteras de la nación argentina, luego de la ocupación realizada por el Ejército en detrimento de los pueblos originarios radicados allí. Más reciente aún fue su incorporación al circuito de la economía agroexportadora a partir de la explotación en extenso del ganado ovino para la venta de lana a Europa. De la mano de la expansión de la actividad económica creció la cantidad de mano de obra y con ella las incipientes organizaciones sindicales. Primero, en las ciudades puerto y lentamente en la zona rural.
En ese marco es que las sociedades de resistencia dan sus primeros pasos formulando pliegos de condiciones para mejorar las condiciones laborales de los obreros patagónicos. Lo reclamado por los trabajadores no solo radicaba en una mejora salarial, sino en mejorar sus condiciones de vida en un ámbito geográfico sumamente hostil, donde los propietarios actuaban como señores feudales en relación a la voluntad de sus empleados.
La presencia anarquista no estaba consolidada en la región antes de iniciado el conflicto. Justamente, fue al calor de los mismos acontecimientos que lograron ganar posiciones, planteando posturas combativas que encuadraron con el sentir general del conjunto de los huelguistas. Por caso contrario, la corriente sindicalista perdió posiciones y progresivamente la conducción del conflicto.
El reclamo obrero se hizo general en toda la zona a fines de 1920 y ante la imposibilidad de que patrones y trabajadores se pongan de acuerdo, los empresarios y el gobierno provincial piden a las autoridades nacionales que intervengan. La mediación fue ejercida por el Ejército Nacional, a cargo de Héctor Varela. Y si bien, el acuerdo inicial, producido en el verano de 1921 fue favorable a los trabajadores, reconociendo sus reclamos, las patronales no respetaron el acuerdo por considerarlo una violación contra los derechos de su libre iniciativa empresarial.
La no aplicación de las cláusulas firmadas y la intransigencia patronal derivó en que el conflicto se reanude y los trabajadores declaren la huelga nuevamente. El Ejército volvió a intervenir en la zona, pero ya no para conciliar intereses, sino para reprimir la protesta. La misma se llevó delante de forma brutal, como si se tratase de un conflicto bélico, tomando el control de los medios de transporte y las vías de comunicación, aislando a los trabajadores para ejercer la represión. En las áreas urbanas predominaron las detenciones, pero en el campo se llevaron a cabo fusilamientos masivos, sin dar lugar a la defensa de los juzgados. Se calcula que fueron 1.500 los individuos que cayeron en este fatal destino, cuyo proceso represivo culminó a principios de 1922.
La difusión de las noticias de este acontecer generó un amplio debate en la sociedad de la época en búsqueda de comprender las razones de este proceder. Desde las esferas de poder, este accionar fue justificada como una medida ejemplar ante la creciente rebeldía obrera, una suerte de continuación de la “campaña del desierto”, salvo que los nuevos “salvajes” ya no eran los pueblos originarios, sino los trabajadores que comenzaron a poblar aquellas tierras en búsqueda de trabajo ya fuesen criollos nacidos en otras provincias, chilenos o inmigrantes europeos.
Desde la perspectiva obrera y libertaria, este acontecimiento dejó al desnudo los límites del gobierno de tintes populistas, dejando en claro el carácter de clase que en el fondo tenían los nuevos administradores del Estado. Cuando los reclamos se presentaban de forma enfática y combativa, el gobierno terminó por volcar la balanza a favor de los empresarios, colaborando con una represión implacable, de forma aún más brutal que sus antecesores conservadores
A 100 años de la gesta heroica de los trabajadores patagónicos, y de la cobarde respuesta del Estado, vemos que la lucha por el sostén de la autoridad y de los privilegios sigue siendo igual de férrea y brutal.
El sur del país sigue siendo un territorio en disputa. El temor a la usurpación y la venganza de grupos terroristas es agitado desde las esferas de poder para ir preparando la opinión pública favorable a la represión. El mensaje sigue siendo el mismo, los intereses de los grandes capitales invertidos en el patio del país no se pueden tocar.
La confianza en gobiernos de tintes populares nublo la perspectiva de acción de los sindicalistas revolucionarios asociados a Yrigoyen, de igual manera que al día de hoy la confianza ejercida por gran parte de la clase obrera en el gobierno peronista le impide actuar con autonomía en defensa de sus intereses económicos. Mientras las quejas sean reservadas y de puertas adentro, las opiniones críticas serán toleradas, pero cuando las necesidades de las mayorías no puedan ser amordazadas por los líderes mesiánicos, la rebelión proletaria recuperará los brios de aquellos combativos compañeros y hará temblar de temor a los detentores del privilegio y con ellos, a sus representantes vestidos con el tapado de piel del pueblo.