El movimiento obrero, la patria y el nacionalismo

Uno de los lemas que más resonó en las manifestaciones populares realizadas desde que asumió el gobierno de Javier Milei fue “la patria no se vende”. Esta interpelación al conjunto de la ciudadanía enarbola un sentido de identidad nacionalista, la pertenencia a una comunidad mancomunada en el sostén y la mejora de lo común. Entendiendo que los intereses privados van a perjudicar aquellos bienes, ámbitos y símbolos de pertenencia colectivo, consideramos pertinente revisar aquella consigna a la luz del análisis histórico respecto al vínculo desarrollado entre el movimiento de trabajadores, las diferentes corrientes políticas del nacionalismo y el término de patria.

Comencemos por situarnos en las últimas décadas del siglo XIX. Una vez superado el proceso de las guerras civiles, el Estado nacional avanzó en consolidar su estructura política y en la ocupación efectiva de un espacio geográfico más amplio que el heredado de la administración colonial. Esta expansión sobre territorios indígenas y la modernización de la economía derivaron en importantes movimientos demográficos. Al respecto, es sabido que la conformación de la población de argentina, y de la clase obrera en particular, se nutrió de un gran componente de inmigrantes provenientes de Europa. Durante la gestación del movimiento obrero y las primeras manifestaciones de las tendencias revolucionarias, el patriotismo fue el refugio cultural de la elite local ante el aluvión de las nuevas costumbres traídas por los inmigrantes, sin importar su pasar económico, como también un instrumento de diferenciación social respecto de los trabajadores criollos.

Con el paso de un siglo a otro, los reclamos obreros y la mayor cohesión entre los sindicatos comenzó a generar una mayor preocupación entre empresarios y políticos. Una de las medidas adoptadas para frenar la conflictividad social en creces fue la aprobación de la ley de Residencia en 1902, política de honda repercusión histórica que determinaba la expulsión del país de cualquier extranjero que fuese acusado de ser peligroso o indeseable, es decir, que actúe en contra de los intereses de la patria. Comprendasé que bajo los ojos de los legisladores de la época los reclamos sindicales que pudiesen afectar los intereses empresariales del modelo agroexportador constituían un perjuicio contra el país. Por tanto, bajo el lema de desprenderse de los extranjeros desagradecidos de la hospitalidad otorgada por la nobel nación, se utilizó aquella ley como herramienta para combatir al movimiento obrero, en general, y a los anarquistas, en particular.

Esta perspectiva represiva adoptada por el Estado a inicios del siglo XX se manifestó de forma más nítida en 1910, en ocasión de los festejos del Centenario de la revolución de mayo. Producto de las tensiones ocasionadas entre el elenco gobernante y el movimiento obrero se sancionó la ley de Defensa Social. Esta dispuso la actualización de los mecanismos de aplicación de la ley de residencia, el control sobre quienes arribaban al país y la prohibición de manifestar críticas públicas contra el gobierno y los símbolos patrios. Su alcance de aplicación ya no se restringía a los extranjeros, sino que pasaron a ser plausibles de sanción y detención también quienes hayan nacido en el país y que fueran acusados de actividades antipatrióticas. Es así como, bajo el amparo de esta ley el Estado reprimió con dureza al movimiento obrero, remitiendo a muchos detenidos a la cárcel de Ushuaia e incluso deportando a criollos. Quedó de manifiesto que para el elenco gobernante el peligro no le representaba el extranjero per se, sino el conjunto de ideas y manifestaciones políticas enarboladas por una gran parte de la población obrera. 

Los grupos nacionalistas en aquel momento eran la expresión de la derecha más exaltada, conformados por lo más concentrado de la elite local, defensores por herencia de los valores patrióticos. Pero hacia fines de la década del veinte esta corriente política inició un proceso de transformación. En miras de poder disputarle la hegemonía a las fuerzas políticas más populares, consolidadas gracias a la ampliación de la base electoral durante la etapa de la democracia de masas, el nacionalismo comenzó una búsqueda por ampliar su base social e integrar a más individuos. Con el fin de constituir un movimiento de masas, debieron relegar la comodidad de estar integrados exclusivamente por individuos del mismo sector social al promocionar la inclusión de personas pertenecientes a los sectores populares.

La expansión de la corriente nacionalista durante la década del treinta se emparentó con el auge de los regímenes fascistas de Europa, de los cuales se imitan postulados teóricos, modos de expresión y la intervención pública agresiva, en muchas ocasiones violenta hacia sus opositores político (véase el caso del asesinato del joven obrero de la FORA, Severino Hevia, en diciembre de 1932). Al mismo tiempo, se puede apreciar cierto éxito dentro de estas agrupaciones en sus objetivos de obtener un mayor arraigo social, contando entre sus militantes un mayor componente obrero. Sin embargo, sus intentos por conformar nuevas organizaciones sindicales no lograron mayores éxitos. Podría decirse que el movimiento obrero todavía guardaba un perfil de izquierda, a pesar del apoliticismo propagado por los sindicalistas. 

Pero es aquí donde empieza a manifestarse un nuevo elemento político de importante trascendencia. Las corrientes mayoritarias del movimiento obrero comienzan a tomar lemas propios del nacionalismo vernáculo, especialmente los socialistas y sindicalistas, pero alcanzando también a los comunistas en su búsqueda de aliarse con todo aquel que no sea fascista. La línea divisoria entre clases sociales dejó de ser un impedimento para coordinar acciones en común. Son tiempos de proclamas anti imperialistas y de frentes populares en contra del fascismo. La denuncia realizada contra el avance de las potencias mundiales en búsqueda de imponer su hegemonía y el rechazo a la dependencia extranjera derivó en una mayor preocupación por la defensa de interés “nacionales”, ya no de clase. Bajo esta nueva cosmovisión es que la conducción de los sindicatos de la CGT comenzó a exaltar la utilización de la bandera argentina en las manifestaciones obreras como símbolo de unidad de la población, aceptando sin mayor preocupación la prohibición del uso público de las tradicionales banderas rojas.

A mediados del siglo, la alianza entablada entre el nacionalismo (también con fuerte influencia de la Iglesia) y las organizaciones obreras quedó consolidada en la conformación del movimiento peronista. Durante el gobierno de Perón se dispusieron todos los recursos a su alcance en pos de convencer a la población que las políticas sociales realizadas por el Estado y la consolidación de un modelo capitalista más autónomo de los monopolios extranjeros estaban orientadas a devolverle a los trabajadores el control de la nación y el provecho de sus frutos económicos. El obrero se convirtió en una figura central dentro del discurso peronista, el heredero de la patria. Pero cabe resaltar que este obrero ideal formulado desde las oficinas de propaganda del gobierno no era el mismo sujeto histórico del cual venimos haciendo mención. Este trabajador ideal guardaba las condiciones de ser: argentino, católico, educado, consumidor, obediente de las leyes y de las disposiciones patronales. Es decir, un buen empleado que con su esfuerzo diario contribuía al engrandecimiento de la patria.

El pasaje de una idiosincrasia internacionalista y revolucionaria, a otra nacionalista y reformista, fue una transformación operada, tanto dentro, como por fuera del movimiento obrero. Las expresiones de derecha o izquierda se volvieron más esquivas para poder clasificar al nuevo movimiento político, pero una característica indeleble fue y es su nacionalismo. A lo largo de las décadas siguientes, el sistema democrático ha modificado su fisonomía reiteradas veces en búsqueda de una mayor incorporación institucional de los diferentes sectores sociales. Establecer un vínculo orgánico con los mismos resultó necesario para incorporarlos al sistema. Esta política de Estado, que podría denominarse de “inclusión”, no hace más que confirmar una tendencia histórica adoptada por las diferentes estructuras estatales del mundo, la sujeción de la población y la tendencia totalizadora de intervenir y poder controlar las diferentes variables de la sociedad.

La patria, más allá de alguna reminiscencia cultural localista, remite al Estado. Y por definición el Estado es el órgano de administración y control de la población de una determinada región, por ende, la dirección de este jamás puede estar en manos de quienes padecen su opresión.

Si algo queda claro es que el éxito de un discurso hegemónico es cuando lo incorporen y lo defiendan con fanatismo aquellas personas que se ven materialmente afectadas por sus implicancias. En este sentido, lo que vemos hoy en día, donde la clase trabajadora se diputa por defender al capital o la patria, será digno de reflexión en un futuro cercano.

La patria puede venderse, arrendarse o hipotecarse. Puede estar en manos de latifundistas, empresas, fuerzas armadas, burócratas o agentes extranjeros. Pero la ficción reside en considerar que aquella entelequia le pertenece a la población o que guía su destino. Mientras la dictadura del capital siga vigente, el Estado continuará siendo su fiel protector, por ende, el garante de la sumisión de la población.

Ante los lemas nacionalistas, solidaridad entre explotados.

J.C.
Categoría: Análisis
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