Antiderechos
No sé cuándo habrá sido que se instaló la expresión antiderechos como si fuera una categoría política. Pareciera que hay quienes promueven derechos y quienes los niegan. De ser así “los derechos“, como cosa general, serían algo objetivo y unívoco ante lo que solamente puede uno posicionarse a favor o en contra. Más derechos es bueno, menos derechos es malo.
Esta visión maniquea de la cuestión es subsidiaria de la polarización de izquierdas y derechas para establecer un cuadrante de análisis político. Esto viene de la Revolución francesa, cuando el parlamento estaba dividido entre los partidarios de la revolución y los defensores del antiguo régimen. Algo tan sencillo como la ubicación física (unos a la izquierda del presidente de la asamblea y otros a la derecha) acabó representando un posicionamiento político ante una suerte de evolución lineal, un andar hacia adelante de las sociedades. Unos avanzarían en la dirección del progreso y otros reaccionarían en contra para conservar el status quo.
¿Cómo pensar entonces el derecho de propiedad? Es muy significativo que ya desde los tiempos de la revolución francesa hubo sectores populares que cuestionaban seriamente el derecho de propiedad sobre la tierra como institución fundamental del antiguo orden económico y político. Sin embargo ese principio, trasladado al ciudadano una vez abolida la exclusividad de la nobleza, acaba conformándose efectivamente como la institución fundamental de un nuevo orden político que trasciende como progresista. La universalización del derecho de propiedad, en contra no tanto del antiguo régimen como de las demandas comunistas de los sectores más radicalizados de la revolución, acaba siendo anotado para la historia como la progresividad de la sociedad moderna, la izquierda ampliando derechos.
Si se lo observa detenidamente, el privilegio es también un derecho. Quien tiene un privilegio tiene el derecho de reclamar para sí lo que no está permitido para otros. Pero es un derecho en cierto modo restringido: lo que el progresismo reclamaría es la ampliación de ese derecho para que no esté tan restringido. En otras palabras, se trata de universalizar aquello que está particularizado, de modo que lo que es derecho para algunos se convierta en un derecho para cualquiera. Pero cuando un derecho contradice otro derecho, la idea misma de la ampliación depende de cuál sea el foco del asunto.
En los discursos de campaña de los últimos tiempos, la cuestión del derecho no deja de aparecer por todos lados. Siguiendo el esquemita lineal de la geografía parlamentaria, digamos que desde Bergman hasta Bulrich, todos y cada uno hizo referencia más o menos vaga a “los derechos”. Quizás la excepción haya sido Milei, que menciona ritualmente sólo tres. Se podrá decir, con justa razón, que abundan la manipulación y el engaño, pero el asunto es más complejo.
¿De qué hablamos cuando hablamos de derecho? Como idea general, el derecho regula las relaciones al interior de la sociedad con alguna relación con la justicia. Siempre que hablamos de derechos hablamos, de una u otra forma, de justicia.
Pero al derecho no se lo comprende como una evaluación de la sociedad en términos de valorar su relación con la justicia, sino como un instrumento destinado a la realización de una sociedad justa, o al menos como la configuración de un acto de justicia. El derecho se reclama, se promete o simplemente se considera ante la injusticia actual o inminente. Es razonable: ¿qué podría significar la evocación de un derecho que efectivamente se ejerce? Si reclamamos el derecho a la vivienda es porque no lo podemos ejercer. Si defendemos el derecho a la indemnización es porque advertimos el riesgo inminente de perderlo.
Pero el derecho a la vivienda no es lo mismo que el derecho a la indemnización. La vivienda es un concepto general, relativo a una necesidad universal, mientras que la indemnización es una norma específica para un sector específico y en un contexto específico. El derecho tiene esa dualidad: tanto puede referirse a conceptos ligados a una idea universal de justicia como a normas presuntamente destinadas a la regulación de las relaciones sociales con arreglo a esa justicia. Y veremos que esto expresa una tensión entre institucionalidad y rebelión que importa también una naturalización del Estado.
La institucionalidad contemporánea es impensable sin las revoluciones de fines del siglo XVIII en EEUU y en Francia. De la revolución francesa tenemos dos signos fundamentales: la invención de la ciudadanía moderna y la declaración de los derechos del hombre y del Ciudadano. De ahí debemos traer una cuestión principal: el ciudadano, en este contexto, es un individuo que tiene derechos ante un Estado. La existencia del individuo moderno, devenido ciudadano, está políticamente determinada por su relación con el Estado.
Esta determinación es ambivalente: por un lado, el Estado garantizaría los derechos de ciudadanía en la configuración del Estado de derecho. Por otro, el individuo conserva, frente al Estado, derechos que le garantizarían la libertad y la propiedad. De un lado, tenemos el sentido legitimante del Estado como dador de derechos, en la medida en que aparece como la fuente de la normatividad que regula las relaciones sociales bajo su dominio. Por el otro, tenemos el sentido legitimante del antiestatismo liberal que se expresa en la limitación del alcance de esa normatividad en virtud de una justicia universal. El supuesto para un Estado de derecho es que el poder del Estado se encuentra limitado por una ley suprema, que es la constitución de ese Estado, y por una institucionalidad republicana cuya función pretende ser la limitación de los poderes que lo constituyen.
De modo que estas garantías se cruzan. Al tiempo que el Estado es el dador de derechos civiles, los derechos civiles limitan el poder del Estado. Esta contradicción se puede comprender si se entiende que en las sociedades modernas (y posmodernas) el Estado ocupa el lugar de lo común. Y lo hace de una manera bastante específica: centralizando la administración, monopolizando la violencia e institucionalizando las relaciones sociales a través de la ley.
La cuestión de la monopolización de la violencia es un asunto importante en este contexto porque es lo que garantiza en última instancia el poder coercitivo de la sociedad, que queda en manos del Estado y es el fondo, en ultima instancia, de cualquier derecho. Cuando se ejerce un derecho se lo hace inexorablemente en contra de otro derecho. Sin esa oposición el derecho carece de sentido. ¿Qué sentido tiene reivindicar un derecho de algo que no puede ocurrir? ¿Y qué sentido tiene reivindicar un derecho de algo que efectivamente ocurre? Tener un derecho implica prohibir su negación, implica que ante una oposición, la sociedad reconoce el derecho a una de las partes y puede disponer para su verificación, en última instancia, la coerción, la fuerza pública. En una sociedad estatal, el Estado es responsable de sancionar la ley, ejercer su fiscalización y reprimir su desobediencia.
La cuestión de la fuerza pública va mucho más allá del Estado de derecho, de la democracia liberal o de cualquier forma específica de organización de la cosa pública. Toda sociedad tendrá siempre que dirimir los conflictos que surjan en ella y no existe ninguna razón para suponer que podrían resolverse siempre pacíficamente. Esto no quiere decir que la forma de atender el asunto sea necesariamente a través del Estado. Ciertas interpretaciones del anarquismo incurren en el error del estatismo y confunden la cosa pública con el Estado, pero suponen, a diferencia del estatismo, que acabándose el Estado se acaban todos los problemas. Suponen que la espontaneidad traerá las soluciones superadoras que el Estado reprime y adjudican al Estado una voluntad maligna. Esta distorsión del pensamiento anarquista, y el estatismo por sí mismo en su hegemonía autojustificada, han sembrado el campo nefasto del que brota Milei. Los nutrientes de ese campo están compuestos de una frustración estructural que no se explica de manera sencilla.
Si el derecho puede vincularse con la regulación de las relaciones sociales es porque pertenece a la sociedad que regula como un sistema y conjunto de normas. Y si puede vincularse con la idea de justicia es porque refiere a los principios que la sociedad debería verificar para ser considerada justa. En este segundo aspecto, el derecho no pertenece a la sociedad sino que la trasciende porque refiere a la universalidad de la cuestión social.
La cuestión social es universal porque la justicia es un asunto importante para cualquier sociedad. La humanidad, en su dimensión colectiva, implica cuestiones que no dependen de las particularidades de cada una y que son, por lo tanto, universales. En este terreno aparece lo que es propiamente político, es decir, la pregunta acerca de cómo hacer una buena sociedad. El derecho, en su aspecto universal, avanza en la respuesta a esa pregunta. Así, afirmar el derecho a la vivienda implica que cualquier sociedad, para ser justa, deberá garantizar el acceso a la vivienda. Las normas que se creen en su interior para garantizar ese derecho, es lo que también nombramos derechos (habitualmente en plural).
De modo que la cuestión del derecho, al interior de una sociedad, es un asunto normativo, institucional, y remite a cuáles sean los mecanismos de esa sociedad para regular sus relaciones internas. Pero el derecho, por fuera de esa normatividad, comienza a ser un asunto político.
Reivindicar un derecho que la sociedad actual no reconoce implica cuestionar el orden social poniendo de manifiesto que esa sociedad reconoce derechos que no debería reconocer. Un ejemplo histórico y actual, perfectamente cierto y necesario, es la negación del derecho de propiedad. El derecho de propiedad, en tanto fundamento del orden social, ha sido rechazado históricamente por el socialismo, en sus distintas vertientes. Esta negación opone o bien el derecho al producto íntegro del trabajo, o bien el derecho a la existencia. Visto así, ¿cuál sería la opción antiderechos: la que niega la propiedad, la que niega la retribución íntegra del producto del trabajo, o la que niega la garantía del acceso a los bienes que se consideran necesarios para la existencia humana?
Tomemos estos tres derechos fundamentales: derecho a la propiedad, derecho al producto íntegro del trabajo y derecho a la existencia. El primero se expresa como la prohibición de usar un bien cuyo titular no necesita ni posee, y que está ligado a él por una relación trascendente convalidada por la institucionalidad social, es decir, por el título de propiedad. El segundo se expresa como la retribución del aporte total del trabajo involucrado en la producción. Contradice al primero en la medida en que la retribución a partir del derecho de propiedad habilita una retribución menor del trabajo, toda vez que no existe obligación ninguna de hacerlo de otro modo sin violar, precisamente, el derecho de propiedad. Ese es el origen del plusvalor señalado por William Thompson [1] y luego retomado, por decirlo de algún modo, por Marx. El tercer derecho, el derecho a la existencia, se expresa en el acceso irrestricto e incondicional a los bienes considerados de necesidad para la existencia. Nótese que no necesariamente habrá que identificar existencia con subsistencia.
Entre estos tres principios o derechos universales hay diversas contradicciones. Se puede advertir que el derecho a la existencia también contradice al derecho de propiedad. Lo hace en la medida en que el acceso a los bienes de consumo, que puedan entenderse como necesarios, está garantizado por encima de la propiedad sobre los medios con los que hayan sido producidos. Pero también contradice al principio de retribución íntegra porque esa garantía desatiende el trabajo aportado.
¿Qué decisión habría de tomar el progresismo? ¿Cuál de estos derechos resulta más ligado con un supuesto progreso lineal de la sociedad? ¿Cuál de estos derechos sería más amplio? Indudablemente, quien se oponga a cualquiera de ellos, o pretenda limitarlo y restringirlo, podría ser señalado con justicia como antiderechos.
Con esto alcanza para establecer sólidamente que la dialéctica derechos / antiderechos es falaz. La cuestión social no se debate en magnitudes ni se corresponde con una evolución lineal. La noción de progreso es muy útil para la técnica y para los oficios, pero no lo es en absoluto para la cuestión social, porque el debate entre los principios a partir de los cuales pensar una buena sociedad, y los debates acerca de cómo transformar la sociedad a partir de ellos, no son en absoluto lineales. La política tiene un punto de partida: somos iguales o somos diferentes. Pero no tiene un horizonte. No es posible trazar una recta que nos salve del abismo de tomar la decisión.
Totalitarismos
En el concurso de comparsas de la campaña electoral todos pretenden ser los que defienden los derechos y acusan a mansalva. Desde el slogan marquetinero que advierte ante la “derecha sin derechos” hasta el rezo pagano del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, la reivindicación de derechos es un recurso bastante efectivo a la hora de vender entradas para el espectáculo gubernamental.
En este contexto, una de las frases más emblemáticas al respecto reapareció en escena: donde hay una necesidad hay un derecho. Es una frase vacía que intenta expresar que la tarea del Estado es la protección del pueblo y la cobertura de sus necesidades. ¿Qué hubiera pasado en pandemia sin el ministerio de salud?, nos dicen una y mil veces. La negación del Estado pareciera abrir un vacío horroroso, impensable. Pero esto no explica las virtudes del Estado ni abre un análisis sobre otras formas de organizar la vida en común, sino que arremete con el espanto, aterroriza con la idea de la muerte y la devastación.
Las falacias progresistas respecto de las virtudes del Estado en el contexto general de una vida frustrante son música para los oídos del liberalismo rancio que se puso de moda. Esto se ha extendido en occidente de la mano de una decadencia institucional coextensiva con la crisis profunda de la representación política. Por primera vez en mucho tiempo están en debate asuntos fundamentales del orden social. El problema es que ese debate es de la peor calaña, y se expresa en términos patéticos que prometen lastimosamente un desastre social.
En nuestro caso, ese liberalismo rancio es expresado por Javier Milei y un séquito de marginales rejuntado en función de una ilusión macabra. Para cuestionar la frase vacía de las necesidades y de los derechos, Milei dice que “alguien tiene que pagar” esos derechos [2]. En esa oposición se deja ver el conflicto de fondo entre el sector propietario y los defensores del Estado, no tanto en el sentido de los intereses contrapuestos, como en el fondo de la cuestión, la concepción de la cuestión social y del derecho.
Por una parte, para el liberalismo radical que representa Milei se trata de un asunto moral que se expresa en la reivindicación de tres derechos fundamentales que son la libertad, la vida y la propiedad. Por la otra, la concepción de que el derecho es la herramienta justiciera del Estado que es, a su vez, su único creador.
Esos tres derechos fundamentales de la retórica liberal parecen no requerir definición. Así funcionan políticamente los significantes vacíos: son vectores de aglutinación, vehículos de captación de pasiones detrás de nociones vacías sobre las que se pueda construir una multitud. Es un recurso propio de lo que se ha dado en llamar populismo, reivindicado por quienes lo reivindican pero utilizado por todos. Antes se lo hubiera llamado demagogia. Pero si uno se fija en el contexto general del discurso liberal, esos tres significantes, libertad, vida y propiedad, están entrelazados y tienen una significación considerablemente específica.
Para el liberalismo la libertad toma un carácter individual y remite a una matriz física. Está concebida como la negación de cualquier limitación o dependencia que opere sobre el individuo. Es concebida al modo en que la física describe la dinámica de una pieza mecánica que se mueve libremente cuando no se encuentra limitada por nada. Así, la libertad es la capacidad individual de hacer lo que la propia voluntad mande, y su grado aumenta en conformidad con la ausencia de límites. Para ello hay dos requisitos que son la vida y la propiedad.
Para el liberalismo el individuo es la quintaesencia de la humanidad. La sociedad es una interrelación más o menos amplia o general de individuos entre sí. No hay espacio para lo común. La interacción social es idéntica a la interacción psicológica, y esto aparece claramente en la perspectiva economicista de la acción humana expresada en el libró homónimo del austríaco Von Mises.
Cuando un pensamiento desconoce la dimensión común de la vida social transforma la política en ética, y los universales destinados al pensamiento de una buena sociedad son reemplazados por las apreciaciones particulares o individuales que componen una identidad proyectada como mandato para la vida social. Esto es un totalitarismo en el que una parte es identificada con la totalidad y se impone hegemónicamente sobre las otras. Veremos luego, no obstante, que no es la única manera de pensar los totalitarismos.
Las posiciones éticas tienden a ser irrenunciables. La ética de los negociadores es la negociación misma, y para todo negociador la negociación es irrenunciable. Es la paradoja de la democracia cuando es concebida como un valor y no como un recurso administrativo. Cuando la democracia es un valor la dimensión política cede terreno ante una dimensión ética que niega, prohibe y cancela cualquier discurso contrario a la democracia misma. Éste es el procedimiento de la intolerancia de Milei que representa el rechazo de cualquier ordenamiento social que no se corresponda con la determinación ética del mantra liberal.
Cuando algo de lo común aparece en las pocas preguntas fuera de libreto, Milei alza un berrinche y comienza a despotricar contra el Estado. Y no es que lo haga Milei, lo hace toda la corriente de pensamiento en la que él se inscribe, que es una configuración economicista del pensamiento social a partir de la ahora famosa escuela austríaca. La oposición dialéctica entre estatismo y libertad individual es la ruina de nuestro tiempo en la medida en que es el alimento de la necedad rabiosa de unos y de otros. Estamos adentro de una película de vaqueros en la que solamente hay buenos contra malos, y cada uno está seguro de que el bueno es él.
Milei y sus amigos coinciden palmo a palmo con el estatismo corporativo de la comunidad organizada en lo que respecta a la identificación de lo común con el Estado. Lo que uno combate el otro lo reivindica: el liberalismo antiestatal rechaza de plano las virtudes del Estado que el estatismo eleva hasta el cenit. Y en ambos casos la intolerancia es la misma porque la postura ya no se pretende tanto política como ética.
Para el estatismo el Estado es la quintaesencia de la humanidad. Lo común no es una dimensión sino una cosa que aparece en todos los casos, una mismidad, en el sentido en que, según el estatismo, todos compartiríamos lo mismo. El totalitarismo estatista es de otra especie respecto al liberal: la nación es superior a los sectores que la componen como el todo es superior a las partes, y lo común es aquello que identifica a estos sectores como partes del todo. Por eso el estatismo no es igualitario, sino igualizante. Su operación es la captura de todo lo que existe, dentro de un orden capaz de representarlo. El Estado cumple la función de distribuir los lugares específicos para cada sector y establecer así un criterio de justicia en el que cada quien reciba lo que le corresponde. Esa correspondencia está determinada por los intereses de la totalidad entendidos como intereses comunes porque somos todos connacionales, compatriotas. La ciudadanía en este contexto está estrechamente relacionada con la nacionalidad. Los extranjeros que habiten el territorio nacional podrán ser casi compatriotas mediante la asignación de una ciudadanía que normalmente es de segunda clase.
El estatismo consagra los derechos políticos a los connacionales y habilita, con mayor o menor amplitud, según el caso, a los ciudadanos extranjeros. Lo político es un asunto interno, propio de una comunidad ligada por rasgos identitarios. El famoso fragmento de la constitución argentina que declara “asegurar los beneficios de la libertad para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” parece más un desliz o una imprecisión que una real inspiración igualitaria. Pero, en todo caso, es un aspecto que merece ser considerado como liberal en la medida en que tiende a debilitar la identidad común en una evocación humanista de la fraternidad universal.
Tanto el estatismo como el liberalismo pierden su carácter igualitario en el momento en que renuncian a la dimensión común de la vida social. El estatismo lo hace identificando lo común con una totalidad identitaria representada por el Estado; el liberalismo lo hace negando cualquier rasgo identitario más allá del individuo, y concibiendo el lazo social como un intercambio, asumiendo así una concepción economicista de la sociedad.
Desde el punto de vista economicista la sociedad no es buena ni mala, sino eficiente o ineficiente. Toda la existencia humana se explica unívocamente a partir de la relación costo-beneficio. Esto, quizás, no sería del todo errado si se consideraran los asuntos comunes, trascendentes respecto al individuo, como valores a considerar en en ese cálculo. Así la justicia, es decir, la materialización de relaciones sociales ligadas al principio igualitario, sería uno de los valores cuya violación implicaría un costo infinito y arruinaría, por lo tanto, cualquier balance.
Pero para el liberalismo lo común no existe: existe solamente intercambio. La balanza liberal es una romana que cada quien lleva consigo. La sociedad, tratándose de la multiplicación de individualidades, no tiene dimensión propiamente política. Lo político aparece como reflejo de una institucionalidad estatal que se reduce también, en última instancia, a un conjunto de individuos cuya voluntad es enriquecerse robando. El robo, el crimen contra la propiedad, es análogo al homicidio o al sometimiento, en la medida en que son crímenes que atentan contra los tres principios básicos de su doctrina.
En este contexto la idea de justicia como verificación del principio igualitario es un disparate porque, según el liberalismo, somos diferentes. No hay igualdad porque no hay dos individuos idénticos. Si el individuo es la quintaesencia de la humanidad la igualdad es un absurdo.
Diferencia, igualdad y mismidad
Tanto para el liberalismo como para el estatismo la igualdad es entendida como resultado de un proceso hegemónico. Unos lo reivindican, otros lo rechazan, pero no hay diferencia en la cuestión de fondo. Para el estatismo también somos todos diferentes, y esa diferencia debe estar representada en el orden social a través del Estado. El Estado, más allá o a través de su institucionalidad, cumple la función de agrupar las existencias materiales en conjuntos cuyas características comunes se puedan reconocer y administrar. Esta es la operación representativa del Estado: vuelve a presentar las relaciones sociales de una manera que pueda ser administrable.
El corporativismo es posiblemente una de las formas más extremas del estatismo. En el orden corporativo cada sector de la sociedad ocupa su lugar en el Estado a través de una corporación que la represente. Son partes, son órganos de un cuerpo. Por fuera de esas corporaciones no hay nada, y cada corporación es única en su especie porque representa posiciones objetivas dentro del orden social. Esta es la base conceptual de la unidad promocionada del sindicalismo argentino.
Para el estatismo la subjetividad política de un sector está determinada por los intereses materiales de ese sector. Esto equivale a decir que la subjetividad no existe para el Estado porque nada puede administrarse a partir de eso. La regulación de los intereses divergentes, o incluso contrapuestos, es la principal función del Estado. De modo que el posicionamiento de una corporación expresa la determinación de sus intereses objetivos y cualquier divergencia al respecto que no pueda ser asimilada deberá ser omitida, reprimida o negada. Si una posición divergente intentara hacerse un lugar por fuera de su representación, habilitaría el uso de la fuerza pública para su represión, porque implicaría una violación del orden social representativo. En la constitución argentina esto se expresa en el famoso artículo 22 que dice: «El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.»
El estatismo no comparte la hipótesis individualista, sino que concibe las individualidades como casos de una colección. Lo que importa al Estado es administrar los conflictos de intereses de esas colecciones de manera justa. En este caso la justicia es dar a cada quien lo suyo, precisamente porque hay un suyo para cada quien. Tener lugar significa estar representado, formar parte de la totalidad que el Estado administra y representa. A cada identidad colectiva le corresponde algo de lo común, según el lugar que ocupe y según lo que necesite. De ahí que donde haya una necesidad haya un derecho. El derecho es la convalidación por parte del Estado de una demanda sectorial. Pero esa necesidad no es una simple demanda, sino una demanda convalidada y legitimada por los mecanismos representativos del Estado.
En esto se ve que la base de legitimación del Estado es una diferencia ontológica de la humanidad según el lugar que ocupe cada sector en la sociedad. Que la diferencia se adjetive como ontológica significa que está relacionada con el ser. Lo que cada uno es, para el Estado, depende de cómo se represente. Se es trabajador, docente, desocupado, ciudadano, extranjero, etc. Cada colección determina lo que se es ante el Estado. Ante el Estado podemos ser idénticos o diferentes, pero nunca iguales. La sociedad es un conjunto de conjuntos que requiere una entidad que la organice y la contenga. Sin Estado sólo quedaría una indiferenciación aterradora.
Vemos entonces que el discurso estatista y el discurso liberal coinciden en dos pilares fundamentales: la diferencia ontológica (somos diferentes [3]) y la identificación de lo común con lo estatal.
Cuando Milei rechaza la idea de que donde hay una necesidad hay un derecho lo hace diciendo que “alguien lo tiene que pagar”. Como toda idea primitiva pretende obtener sentido a fuerza de elocuencia, pero lo que parece una obviedad esconde un concepto de sociedad humana muy específico. ¿Qué puede significar pagar un derecho? ¿Todo derecho implica un costo?
Pongámoslo así: si un ladrón roba un auto y es atrapado, el legítimo titular del auto lo reclamaría para sí en virtud del derecho de propiedad. Naturalmente el tribunal consagraría ese derecho y le devolvería el vehículo a la víctima del robo, quitándoselo al ladrón. ¿Podría decirse que el ladrón está pagando el derecho de la víctima? Lo que intento ilustrar, y creo conseguirlo claramente, es que la idea de que un derecho implica un pago es una falacia que reduce los debates acerca de la distribución de la riqueza al imaginario incorrecto de los planes sociales caricaturizados como un dinero que se le quita compulsivamente a los trabajadores para dárselos a los que no trabajan. Lo que sí se ajusta bastante a esa caricatura no son los planes sociales, sino la renta sobre el capital.
Pero hay un aspecto aún más importante de ese comentario de Milei. Él dice, igual que Fernández de Kirchner, Massa, Larreta, Bulrrich o quien sea: Cuando das un derecho… ¿Quién da derechos?
Desde el punto de vista de los representantes del pueblo, los derechos son entendidos siempre como una donación de los gobernantes que puede ser más o menos justa, pero siempre arbitraria y discrecional. Los gobernantes dan derechos porque son los administradores del Estado. No se esfuerzan ni siquiera en decir que reconocen los derechos, que seria también cuestionable pero menos grosero. El Estado es quien da derechos porque lo único que se está discutiendo es la administración del mundo como está, porque “es lo que hay”.
“Es lo que hay” es una frase filosófica. Dice que el ser de todo lo que es está delante de nosotros así como lo vemos. Lo que hay es lo que es.
Si uno se toma en serio esta expresión, como deberíamos hacerlo, advierte muy pronto que nada puede ser distinto a como es. El ser es conservador, al menos si seguimos las indicaciones de Parménides, que parece haber sido el primero en decir que algo no puede venir de la nada, que lo que es no puede no ser y lo que no es no puede ser. Lo dijo con una sentencia que parece joda y es el enunciado del principio de no contradicción: “Lo que existe es y lo que no-existe no es”. Es uno de los pilares de la filosofía occidental, o lo ha sido durante sus primeros dos milenios de historia, aproximadamente.
Lo que se implica, más allá de las consecuencias lógicas, es que el ser no cambia, sino que lo que vemos es la manifestación de lo que es, lo cual explica el cambio, la mutabilidad.
En términos sociales, si tuviéramos que aceptar que “es lo que hay” deberíamos decir: somos diferentes, el mundo es como es y no puede cambiar en sus fundamentos. Sólo podemos esperar cambios de superficie y pretender por toda justicia que la administración de los intereses divergentes de la diferencia se acomoden más o menos al modo en que mejor nos convenga. Según cuál sea ese nosotros, la sociedad tomará una u otra fisonomía. Nada es universal. La justicia es solamente una relación de poder.
Por el contrario, cuando decimos que somos iguales estamos diciendo que no es lo que hay, sino que hay un mundo que falla porque no verifica lo que es. Nuestra sociedad está mal ordenada porque su orden no se ajusta a la igualdad. Y esto podemos decirlo porque la humanidad no es una mismidad, una cosa uniforme y única cuyas características están determinadas por las propiedades elementales que le dan existencia material, sino por la capacidad de articular relaciones sociales en la dimensión de lo común, ahí donde las propiedades materiales que le dan existencia a los individuos humanos no son importantes sino como condición posterior del vínculo social. Siempre, a todo efecto, somos por principio iguales.
Esta igualdad colisiona contra la idea de la igualdad ante la ley. La igualdad no es una consecuencia de la ley sino, en el mejor de los casos, su causa. La igualdad ante la ley es, como se suele decir, la idéntica prohibición de que ni un rico ni un un pobre puedan dormir debajo de un puente.
La igualdad ante la ley es el mecanismo que pretende verificar el principio de que somos diferentes, ontológicamente diferentes, porque somos siempre, en última instancia, individuos. Es el mecanismo igualizante del liberalismo. Este mecanismo es análogo a la hegemonía estatal que se yergue como la responsable de la compensación de las injusticias originarias. El Estado administra los intereses particulares para el beneficio de la nación, entendido a su vez como un beneficio común porque lo común es aquello de la diferencia ontológica que está presente en cada uno de nosotros. Somos diferentes pero tenemos algo algo en común, como los hijos del mismo padre, los naturales de la misma patria o los ciudadanos que, portadores de otra sangre, han adoptado nuestra identidad al habitar en el suelo argentino.
El principio igualitario indica otra cosa. Lo común de la igualdad no es el fragmento de mismidad que persiste en la diferencia ontológica ni la yuxtaposición de acciones recíprocas en el contexto del mercado: lo común es la dimensión de la existencia humana en la que el hecho social es posible, es la condición de posibilidad de la solidaridad y la empatía, y de la disposición del esfuerzo común para el beneficio de todos. En este sentido lo común está vacío de toda identidad. Está, en sentido estricto, vacío por completo. No hay un factor presente en todos nosotros que determine una comunión, sino un vacío universal que habilita la comunidad.
Si hacemos foco en este aspecto vemos claramente por qué el comunismo nunca existió. El famoso “comunismo realmente existente” existe, pero no es comunismo. Es un sistema de hegemonía estatal que somete las relaciones sociales a una igualización fundada en la mismidad que subsiste en los miembros de una sociedad imaginada a partir de una diferencia ontológica. Los horrores de estas experiencias son contrapuestos a los horrores de las otras, y cada uno infla el pecho trasladando sus concepciones políticas al terreno de la ética. De esta forma, las consecuencias se convierten en principios y la intolerancia aflora como expresión de una burocracia que confunde medios, principios y fines.
Derecho al estallido
Reivindicar derechos puede significar dos cosas. O bien se reivindican actos administrativos, y estamos entonces en el orden de la gestión de la cosa pública, o bien se reivindican consecuencias relativas a los principios desde los cuales han de pensarse las condiciones de una buena sociedad, y estamos entonces en el orden de la política.
Lo que reconocemos cotidianamente como política es un conjunto de artimañas. Artimañas destinadas a la gestión del poder y a la captura de la fuerza pública para el propio beneficio, o para el beneficio de un sector específico de la sociedad. La política, en estos términos, es la guerra por otros medios, es la forma más o menos civilizada de engañar, manipular y extorsionarse unos a otros para obtener un beneficio particular del hecho social. Es la expresión más concreta de la corrupción.
Debemos entender la corrupción como el uso de recursos públicos para el beneficio privado, lo cual es la forma más concisa de definir al capitalismo. La política es, en términos corrientes, el conjunto de recursos, técnicas y procedimientos para alcanzar ese fin.
Si nos quedáramos solamente con esa percepción perderíamos de vista una cuestión muchísimo más importante que es la política entendida en profundidad: el pensamiento de una buena sociedad. Que el pensamiento de una buena sociedad quede enmascarado por las artimañas para obtener un beneficio sectorial a partir de la gestión de la cosa pública es un signo claro de la precariedad ruinosa de la sociedad en la que vivimos.
Lejos de convalidar esa precariedad con una interpretación aparentemente pragmática que nos dice que “es lo que hay”, lo que resulta verdaderamente pragmático es el desatino de perseverar en transformar el mundo para obtener de él una verificación cada vez más avanzada del principio de igualdad. Y este pragmatismo se expresa en que el único camino que nos lleva hacia algo parecido a la justicia es la perseverancia en la transformación. El otro camino, el de la resignación, es todo menos pragmático porque nos lleva hacia otro lugar y nos obliga a resignar el principio igualitario en la aceptación de la diferencia ontológica.
Esta transformación implica recomponer el concepto de lo común (y por lo tanto de la cosa pública) a distancia del Estado, es decir, separándolo de él. Se trata de romper la identidad entre lo público, lo común y el Estado. Son tres cosas diferentes.
Si lo común es la dimensión a la que pertenece el hecho social, sin ningún dato positivo que le pertenezca al modo de un factor común, lo público es el orden en el que se despliega el hecho social y se compone de las regulaciones que seamos capaces de producir. Lo público está actualmente capturado por el Estado al punto en que se nos vuelve muchas veces indiscernible, y en esa confusión lo común tiende a desaparecer.
Podemos ilustrar esta idea con la salud pública. ¿Es lo mismo hablar de salud pública y de salud estatal? Abandonar una regulación estatal de la salud, ¿implica necesariamente renunciar a la salud pública? El verdadero desafío contemporáneo de la clase obrera es la proyección de una sociedad comunista, es decir, una sociedad en la que la priorización de lo común habilite una administración de la cosa publica capaz de prescindir de la centralidad hegemónica del Estado. No vale soltar la referencia automática del principio federativo, ni mucho menos del espontaneísmo popular posterior a la rebelión. Es preciso ir más allá en las ideas y en los hechos. Y este es el proyecto de la clase obrera porque es el único que tiene la potencia de arruinar la renta sobre el capital, que es lo que constituye propiamente la sociedad de clases.
Un primer paso es asumir que la dimensión política del derecho implica la afirmación de algunos derechos (y por lo tanto la negación de otros) en virtud del principio de igualdad y por fuera de la administración de intereses reales. Se trata de afirmaciones políticas que habrán de comenzar por la abolición de la propiedad y la consecuente reivindicación del derecho a la existencia.
No estamos aquí reivindicando el derecho a la vivienda, a la salud o cualquier otro derecho que pueda expresarse como una demanda administrativa, como una demanda contra el Estado, o como un grito vacío incapaz de volcarse materialmente en alguna concreción, sino estableciendo que el proyecto social de la clase obrera debe consagrar el derecho a la existencia, lo cual es contrario a la economía retributiva del intercambio, basada a su vez en el derecho de propiedad. Se trata de establecer qué clase de organización de la cosa pública tiene la capacidad de superar las injusticias contemporáneas y aventurarse a partir del principio igualitario hacia nuevas experiencias sociales.
Una reivindicación de estas características no espera una concesión elegante y contenedora de los administradores del Estado y los propietarios del capital, sino más bien una reacción violenta y represiva. A su vez no es una reivindicación que pueda realizarse como una demanda. El Estado concede derechos administrativos como resultado de una tensión ante la cual la forma más económica de resolución es la mínima concesión de beneficios sectoriales a cambio de la “pacificación social”. Esa pacificación no es otra cosa que barrer el conflicto debajo de la alfombra en defensa del status quo. Una reivindicación de estas características implica la acción directa de las organizaciones de la clase obrera en la reorganización de la estructura social y no una petición ante el Estado.
La función del Estado es la conservación, es impedir que haya cambios profundos en la estructura de la sociedad que regula. Por eso es que su institucionalidad está al servicio de la clase dominante. No porque las personas que cumplen funciones tengan necesariamente esa voluntad, o estén directamente comprometidas con tal o cual proyecto social y económico, sino porque la estructura misma de la institucionalidad que lo caracteriza está destinada a la reducción de daños. Si el efecto de la administración estatal es alguna clase de síntesis de intereses en conflicto, es porque esos intereses ya existen, son parte de la situación social y llevan adelante una tensión que el Estado debe administrar.
Los derechos que el Estado concede son dispositivos administrativos de una sociedad en defensa propia. Puede haber circunstancias mejores o peores. Estas transformaciones circunstanciales siempre benefician a una parte, y puede ocurrir que esa parte sea ocasionalmente la más débil. Pero el resultado de fondo será siempre la conservación de las bases materiales y simbólicas de la sociedad. El Estado solamente puede gestionar transformaciones que ya estén operando en la sociedad y cuya resistencia traería consecuencias peores.
Los derechos políticos no tienen jamás su fuente en el Estado, y hallan en él, por el contrario, uno de los principales obstáculos. Ante esto una política emancipativa que promueva una transformación radical consecuente con el principio igualitario no puede renunciar jamás a la masividad. Las transformaciones empiezan siempre como una ruptura del orden social y acaban imponiéndose por la fuerza al orden institucional que las resista. Esta ruptura puede tener la forma de la imposición hegemónica de un sector minoritario de la sociedad, o la forma de una consolidación de nuevas prácticas. ligadas a nuevas ideas del orden social instaladas en las amplias mayorías de una sociedad que de una u otra manera ha decidido modificar su propia textura. Esto es un estallido social revolucionario.
Un proyecto emancipativo que pretenda transformar la sociedad no puede renunciar jamás a volverse mayoritario. Esto no significa que las mayorías por sí mismas tengan algún grado de relación con la justicia. Si esto fuera así habría que asumir que la sociedad contemporánea es justa porque está de hecho sostenida por las aspiraciones y conductas de la mayoría de la población. Quienes activamos permanentemente en contra del derecho de propiedad como regulador principal de las relaciones sociales y económicas somos claramente una minoría en la sociedad actual. Pero esta condición minoritaria, precisamente por ser consecuente con el principio igualitario, no puede imponerse como un imperativo moral al resto de la sociedad. Y esta imposibilidad tiene dos causas: no puede hacerse porque la imposición sería contraria a su principio, pero además porque no tendría la fuerza necesaria para estructurar las nuevas relaciones.
Hay un único camino posible: perseverar en la organización y en la difusión de las ideas destinadas a la transformación social. El desafío ideológico en tiempos de crisis es dar explicaciones eficientes a los problemas del mundo y componer proyectos destinados a transformarlo. Pero debemos apurar el paso porque las bombas estallan cuando estallan, y si no tenemos claro hacia dónde ir, iremos hacia donde todo va. Si no se opera una decisión, el destino se define conservadoramente por la inercia.
Hoy estamos en camino recto hacia un estallido que puede ser virtuoso o nefasto. No sobra el optimismo. La frustración social está completamente centrada en las demandas al Estado, aún en el modelo liberal que busca instalar un nuevo gobierno. Hay una crisis de la representación política que se expresa en una representación identitaria sin ninguna clase de proyecto político. Se reivindican derechos a diestra y siniestra sin poner en cuestión las bases del orden social que genera la injusticia, y la visión individualista de un liberalismo radical se instala con la naturalidad de una cosmogonía que todo lo explica en términos de beneficio, de escasez y de intercambio. El progresismo, instalado como una ética universal, potencia la rebelión totalitaria de una ética antagonista. El pensamiento político ha quedado completamente subordinado a las morales litigantes y cifrado en tecnicismos traídos de la economía capitalista. La clase obrera pareciera no existir más, o haberse reducido a un manojo de gremios gobernados por el más rancio corporativismo sindical. Las pocas veces que levanta la mirada lo hace tratando de obtener un beneficio sectorial y repite las malas prácticas de la politiquería gubernamental. Todas las opciones que se ofrecen conducen a caminos sin salida, y no hay el más mínimo espíritu de iniciativa que habilite la ilusión de abrir caminos nuevos, autónomos, ligados a un pensamiento trascendente del orden social conectado con algo parecido a la justicia.
El derecho a la existencia ha quedado por ahora lastimosamente retenido en las hojas antiguas de historicismo socialista. Los trabajadores aceptamos que las ideas clásicas de nuestro movimiento estén desdibujadas en los prejuicios funcionales de las conducciones políticas y de un periodismo que resulta mayoritariamente repulsivo por funcional, taimado, inconsistente y berreta. La única aspiración de la clase obrera parece ser prosperar mágicamente en un mundo que nos muestra cada vez más claramente que puede prescindir casi completamente de nuestro bienestar.
Las cartas están echadas. La injusticia justifica por completo la rebelión popular. Alguien podría decir que tenemos derecho al estallido, pero parece ser que el estallido que se asoma en el horizonte será de otra clase. Y todo indica que estamos yendo directamente hacia él.