La respuesta criminal del gobierno jujeño entusiasmado en reprimir y perseguir la protesta social es la principal moneda de cambio con la que obtuvo una sólida concentración del poder político en su provincia. El sistema electoral democrático le da la legitimidad política para la construcción de alianzas y la consolidación de su armado territorial. Esto ocurre con todos los gobiernos provinciales y, salvando las distancias y algunas diferencias de perspectiva, ocurre lo mismo con el gobierno nacional.
Desde la reforma constitucional del 94 el mecanismo representativo del sistema electoral se ha simplificado notoriamente. Lo que obtenemos como información de las elecciones son porcentajes de un voto positivo que se conforma con lo que queda luego de restar anulaciones, impugnaciones, abstenciones y votos en blanco. Para armar ese número legitimante se excluye todo aquello que no se expresa positivamente a favor de un candidato u otro.
Así fue, por ejemplo, que Nestor Kirchner asumió la presidencia nacional sin siquiera ganar el balotaje y con un porcentaje irrisorio que representaba en rigor un porcentaje muchísimo menor del padrón electoral. Ha sido el presidente menos legitimado por el voto de la historia electoral argentina, y sin que fuera precisa ninguna proscripción. Ni hablar del gobierno de Duhalde que, habiendo perdido las elecciones, asume la presidencia por decisión de la asamblea nacional una vez caído en desgracia De La Rúa.
Estos son ejemplos a nivel nacional de lo que ocurre con el sistema electoral de las democracias modernas, y significa que la legitimación de los gobernantes en base a elecciones populares es en cierto modo secundaria. Alguien habrá de gobernar, y si en las elecciones participan tres parientes, alcanzará con convencer a dos. La principal legitimación política de los representantes del pueblo no son las elecciones, sino la respuesta que puedan obtener de los peces gordos más gorditos del poder económico a nivel local, regional o internacional. Luego, será la habilidad de esos peces la que defina si una pueblada es pertinente o no, y si es o no suficiente para cambiar un gobierno.
La ligazón entre la cuestión política y la cuestión simbólica es todavía lo suficientemente intensa como para que la violencia represiva lesione la legitimación social. Sin ella es difícil que un gobierno pueda despejar su camino y no tener que enfrentar resistencias permanentes que interrumpan los negocios. La represión en Jujuy en el contexto general de la campaña electoral a nivel nacional está mostrando que este prurito tiende a desaparecer.
La feroz represión jujeña fortalece la proyección nacional de Gerardo Morales como precandidato a vicepresidente de Horacio Rodríguez Larreta en lo que se muestra como el sector menos radicalizado de un armado político cuya principal virtud propagandística es que no le tiembla el pulso para reprimir la protesta social, abriendo una brecha de otredad radical entre aquellos que protestan en la calle y el republicanismo que ofrecen como identidad a cambio de la fidelidad del voto.
El espacio de juntos por el Cambio parece haberle robado la bandera al frente de Todos, que ahora se llama Unión por la Patria, nombre bastante singular que parece estar a mitad de camino entre la Liga Patriótica y el movimiento Todos por la Patria. Hay que recordar que ellos han sido los promotores de la Ley antiterrorista cuyo objetivo es estrictamente el mismo: dar al Estado la herramienta institucional que le permita suspender las garantías del Estado de Derecho ante la protesta social cuando lo considere unilateralmente pertinente. Son los mismos funcionarios, reposicionados de aquí pallá, que tienen en su haber las muertes de Kosteki y Santillán, el espionaje infiltrado en las organizaciones populares, y las más variadas bajezas en la práctica represiva que van desde el gendarme carancho hasta el procesamiento de los petroleros de Las Heras, pasando por la difamación del gremio docente a través de cadena nacional.
Hay que decir sin embargo, que la asociación que ellos mismos hacen entre los métodos de confrontación y protesta y el origen o legitimidad de las protestas en sí es cuestionable. Una de las marcas de nuestro tiempo es haber naturalizado un alto nivel de confrontación para demandas de baja intensidad. Este fenómeno es importante porque muestra qué tan fácilmente estamos expuestos a maniobras que nos exceden y a las que le aportamos los heridos, los presos, los ciegos y los muertos, sin obtener a cambio nada.
Cuando el gobierno de Macri mandó al parlamento la reforma jubilatoria con la que buscaba reducir el valor real de las jubilaciones una multitudinaria movilización se concentró en la plaza de los dos congresos para protestar. Era el día de la votación y fue aquella lastimosa jornada en la que unos recuerdan las supuestas 4 toneladas de piedras arrojadas contra la policía, otros al gordo mortero, y muchos recordamos la salvaje cacería con gases, balas de goma y persecución policial que se lanzó contra los presentes para desalojar la concentración. O al cartonero atropellado por una moto policial a voluntad y sin ninguna consecuencia. O los abrazos festivos entre presuntos adversarios dentro del palacio cuando se canceló la sesión.
Yo recuerdo que unos días después se volvió a votar y se aprobó la reforma jubilatoria. Según cómo se lo mire, la confrontación de las organizaciones movilizadas a la plaza contra la policía fue impotente o efectiva. No recuerdo una protesta tan confrontativa en el centro del poder de la Nación desde el 2001. ¿Qué fue lo que se consiguió? ¿Por qué festejaron los representantes? ¿Qué cambió? ¿Cuál era verdaderamente el objetivo de la protesta y de la concentración?
Los representantes festejaron, sí. También lo hicieron cuando cambió el gobierno. En aquella ocasión muchos celebraron la modificación de la ley jubilatoria, llevada adelante ahora por Alberto Fernández encabezando el progresismo nacional, para volver a perjudicar a los jubilados, sin que haya ninguna resistencia.
La situación jujeña no está desconectada del resto de la región argentina, ni tampoco de la región sudamericana. El modelo extractivista que el gobierno de Jujuy promueve es una política de Estado que se lleva adelante desde la Nación y desde las provincias, y que a fuerza de desarrollo se abre paso por encima de muchas demandas populares y en contra de los intereses materiales de la clase obrera. Lo que se observa en Jujuy en primer plano es cómo los intereses económicos, ligados en este caso a la actividad minera, son transversales a los distintos sectores del poder político local y priman sobre cualquier otra estrategia de desarrollo económico que pueda ser menos degradante del medio ambiente y más rentable para la población local. Pero también se observa, en segundo plano cómo es que la extracción del litio le interesa a los dos bloques que se disputan la hegemonía económica global, y cómo es que la confrontación caliente de la guerra fría ya no pasa por la guerra franca entre ejércitos y estados sino por la intervención política en la activación confrontativa de las poblaciones locales.
Dicho en otras palabras: los ejércitos son la última opción, y se prefiere en cambio la conflictividad entre la población civil y la policía.
Esto no es una novedad actual: fue una de las novedades de la guerra fría. Pero ahora, en la secuela de aquella, se observa que se avanzó muchísimo en las técnicas y en las tecnologías que sirven a esa clase de confrontación. En una situación de malestar y frustración como la que se vive hoy en todo el mundo, el caldo está listo para cuando lo disponga el señor.
En Argentina el siglo comenzó con el derrocamiento del presidente. 38 muertos y cientos de heridos sirvieron para eso. Y por encima del desborde político que se desplegó en las asambleas y en la resistencia popular, que fue el aspecto virtuoso de aquel proceso, lo que quedó del que se vayan todos es un regreso de todos y de cada uno. Y eso ocurrió a partir de una condición insalvable: la población no tenía ninguna capacidad de administrar la cosa pública ni de recuperar la actividad económica sino a través de sus representantes. El pueblo no delibera ni gobierna: porque no lo dejan y porque no tiene la capacidad.
Cuando vemos que la calle se calienta y brota la rebelión, a distancia de los entusiasmos lógicos y necesarios, debemos plantearnos siempre qué esperamos que ocurra si vencemos. Esa es la medida de la rebelión. Es perfectamente cierto que las consecuencias reales de procesos así nunca son anticipables, y que lo mejor suele venir como lo inesperado. Pero es absurdo promover una confrontación cuya virtud sea una incógnita. Y en este sentido ¿Qué esperamos que ocurra si ganamos?
En Jujuy se disputan dos asuntos de gran importancia para la clase obrera: la recomposición salarial del gremio docente y la detención del proyecto de reforma constitucional que agravaría la situación existente. Pero aparece una vez más la misma cuestión de fondo, que implica evaluar si las organizaciones actuales de la clase obrera, incluyendo sus perspectivas de largo plazo, están a la altura de las confrontaciones en las que el pueblo se juega la cabeza.
Seamos claros: no se cuestiona aquí la resistencia popular ni el activismo de las organizaciones que resisten los avances del modelo extractivista en complicidad con el gobierno jujeño. Lo que sí se cuestiona es si la clase obrera tiene la capacidad actualmente de reemplazar ese modelo y tomar el control de la cosa pública y de la actividad económica. Ese es el debate de fondo en este momento y no la chance de obtener alguna clase de ventaja circunstancial para reducir el daño. La reducción de daños es importante, sí, pero no puede ser el techo de la revuelta popular. Porque, nos guste o no, la revuelta popular es un daño en sí mismo.
La épica romántica del activismo ha confundido la necesidad de la lucha con el elogio de la misma. Es distinto asumir lo inevitable que reivindicarlo como una virtud. No hay nada virtuoso en la lucha que no sea la determinación de la propia dignidad de quien pelea por lo que considera justo. Y eso es así, precisamente, porque se elogia el compromiso con la causa al punto de justificarse la pelea. La lucha, la pelea, la confrontación es siempre algo que debe ser justificado porque en sí mismo no es justo.
El compromiso con la causa es el compromiso con la idea. Ese compromiso es en sí mismo virtuoso porque es una dimensión de la existencia individual que está ligada a una principio que la excede, aunque más no sea la reivindicación de la propia imagen de sí mismo. Cuando se prefiere la muerte antes que la esclavitud no se hace una valoración de la muerte en sí, como si ser esclavo fuera peor que estar muerto, sino que vivir con la idea de no haber luchado por la propia libertad resulta insoportable. Lo que está en juego, antes que la libertad misma, es la dignidad, una dignidad que consiste en apoderarse del propio destino.
De modo que la cuestión aquí tiene dos dimensiones. Una es aquella en la que la dignidad de quienes luchan está dada por el compromiso que asumen con la causa. Pero luego está la otra parte: ¿cuál es la causa? ¿Cuál es la idea?
La dignidad de quien lucha en la derrota está garantizada. El problema aparece con la victoria. Ese es uno de los grandes problemas de la heroicidad. Cuando se piensa la victoria ya no alcanza con la dignidad del compromiso con la propia determinación, sino que importa también aquello que está en juego. De modo que resulta imperioso consolidar objetivos claros por los cuales decidimos luchar y según los cuales esa lucha deviene digna de sí, es decir, justificable.
Actualmente la clase obrera está diezmada. No solamente por la precariedad económica en la que se halla y que promete empeorar, sino porque ha perdido su propia idea: la clase obrera ha perdido su determinación ideológica.
No basta con la economía. La clase no es la pura expresión de los intereses materiales al interior de un sistema económico, sino también la concepción que encuadra esos mismos intereses en un orden social y los explica como propio de ese sistema. La evidencia empírica en la que se apoyaron los compañeros hace doscientos años para consolidar la expresión popular de la clase obrera hoy no existe. Esa empatía se circunscribe a sectores más o menos extensos o reducidos de la misma clase que viven realidades diferentes y registran muchas veces intereses antagónicos. Hoy es preciso recomponer la idea de clase porque es un requisito indispensable a la hora de transformar la situación.
Debemos consolidar la idea de un proyecto que ponga a la clase obrera en situación de apropiarse de su propio destino tomando control sobre la actividad económica y reorganizando la vida común en torno a principios capaces de superar la miseria autodestructiva del capitalismo contemporáneo. Esto implica abolir el trabajo junto con la propiedad y concebir un sistema productivo capaz de garantizar la existencia de los habitantes al tiempo en que se garantice también la disposición común a las labores productivas, sin que nadie parasite el esfuerzo colectivo acaparando insaciablemente el beneficio.
La lucha por el control de la tierra, por las condiciones ambientales y por la distribución de la riqueza no pueden desplegarse por fuera de un proyecto productivo porque nos pasará otra vez lo mismo: venciendo en la confrontación perderemos en las consecuencias. Toda victoria es pírrica si no hay proyecto y capacidad para llevarlo adelante. Eso lo hemos constatado ya mil veces. Desde el momento en que comprendamos que la organización de la clase obra en función de la revolución social y que esa revolución exige la creación de un proyecto común tendremos la chance, quizás, de ganar venciendo, y de combinar la dignidad de la lucha con la dignidad de la idea. Mientras tanto seguiremos elogiando el heroísmo suicida de las causas perdidas.