En la primera mitad del siglo XIX los trabajadores europeos dieron forma y contenido a lo que luego conocimos como sindicalismo. Hacia 1830 se fueron combinando las nuevas ideas políticas del socialismo con un activismo económico que los trabajadores desplegaban en defensa de sus propios intereses frente a un sistema industrial que se maduraba transformando las relaciones sociales de manera profunda y definitiva.
Normalmente nos hacemos la idea de que las cosas que nos pasan están desconectadas de la historia, como si cada uno de nosotros viviera en un mundo singular. Pero si asomamos apenas la mirada por encima de la medianera vemos que la historia no es otra cosa que un registro de la vida de nosotros, una manera, más o menos verosímil, de anotar las caminos que nos trajeron hasta acá.
Cuando pensamos en la organización obrera por fuera de ciertos nichos de activistas o de militantes vemos una de dos: o bien un relato arcaico de trabajadores de boina o de vestido largo, o bien un cuerpo de dirigentes bien diferenciado de los “trabajadores comunes”, con los que nos relacionamos más o menos bien, más o menos mal. Es difícil ver la continuidad histórica entre aquellos trabajadores europeos del siglo XIX y nosotros aquí, en el cono sur, viviendo un siglo XXI en el que todo pareciera reducirse a la pura diferencia.
En medio de esta dificultad quizás lo más difícil de todo sea comprender que la organización es algo que brota de la decisión colectiva de los trabajadores para atender necesidades concretas de la vida cotidiana. Pasaron doscientos años del momento en que se fueron creando las primeras organizaciones sindicales como una expresión incipiente de lo que hoy conocemos como sindicalismo. Si uno levanta la mirada nuevamente para asomarse al sindicalismo actual seguramente encontrará muy poco de aquello que, con sus defectos y virtudes, era genuinamente la organización de trabajadores entre sí.
Hoy tenemos representantes. A veces los pensamos como proveedores de servicios, personas que se encargan de conseguir favores, resolver problemas y negociar salarios. Otras veces los pensamos como transeros y mafiosos que se enriquecen a costa nuestra negociando con los empresarios y asociados con el poder político. Es difícil pensar que la organización obrera sea la organización de nosotros hecha por nosotros. Con el paso de las décadas y la intervención estatal los sindicatos se fueron transformando en un anexo del Estado, un sistema de gobierno capaz de controlar la demanda obrera y negociar las condiciones que garanticen la continuidad del mecanismo de fondo.
Cuando hace 200 años los trabajadores se organizaron como tales lo hicieron en defensa propia. Las nuevas condiciones de producción cambiaron las relaciones sociales porque modificaron la relación de intereses y los recursos tecnológicos para mejorar la rentabilidad de los procesos productivos. Los talleres comenzaron a concentrar la mano de obra en los alrededores de las ciudades y dieron nacimiento a una nueva clase social compuesta por los dueños de las máquinas que automatizaron las tareas que hasta ese momento se realizaban casi siempre manualmente, o con una maquinaria elemental, de forma prácticamente artesanal.
Este proceso llevó mucho tiempo. Visto a la distancia resulta vertiginoso, y de algún modo debe haberlo sido. Pero estamos hablando de un proceso que se concentró en el cambio del siglo XVIII al XIX como resultado de una acumulación progresiva de transformaciones y desarrollos técnicos y tecnológicos, todos ellos orientados a la optimización de los beneficios producidos por el comercio y por la industria. Cambios sociales de esta magnitud no ocurren de un día para otro. Pero cuando estamos dentro es más difícil darse cuenta hasta que las transformaciones se instalan y el mundo ha cambiado.
Actualmente estamos viviendo una situación muy similar. Una serie de transformaciones vuelven a cambiar la estructura productiva y habilitan nuevos conflictos de intereses. Lo que conocíamos como empleo formal comienza a diluirse en una flexibilización progresiva de las relaciones de empleo y la regresión sistemática de la relación de dependencia. No es que el empleo desaparezca, ni tampoco la dependencia en sí misma, sino que tienden a organizarse de manera diferente y a diluirse en formas más flexibles e indirectas de contratación, habitualmente disimuladas en una imaginaria independencia. Y esto es así porque las tecnologías productivas lo habilitan y la acumulación de beneficios por parte de los dueños del capital lo promueve.
Cuando comenzaba el siglo XIX occidente estaba en plena transformación social con profundos cambios económicos, culturales y políticos. Emblemáticamente esos cambios se expresan en la independencia de Estados Unidos y la revolución francesa, procesos ambos que marcan el tono de la nueva época. Pocas décadas más tarde las independencias americanas acabarían por instalar en occidente el fin de un modo específico de control internacional y el nacimiento de formas más liberales de dominación política y económica.
Entre otras grandes transformaciones propias del momento toman cuerpo los conceptos de ciudadanía, revolución y representación política. A su vez se consolida en el campo ideológico la concepción de una relación determinante entre economía y política que explica las relaciones sociales y políticas como determinadas por las relaciones económicas, en el contexto de un pensamiento materialista que intenta comprender el mundo humano con los recursos que hasta ahora habían logrado explicar, con éxito considerable, el mundo físico. En este contexto el sindicalismo aparece como la herramienta que los nuevos trabajadores, antiguos compañeros [1] del modo de producción pre-industrial, despliegan para defender sus intereses ante las nuevas condiciones.
Lo que caracteriza a la organización obrera no es la forma específica que ha tomado en sus orígenes ni las mutaciones que ha tenido a lo largo de la historia, sino el sentido profundo de su razón de ser. Y este sentido no es otro que la reunión solidaria del esfuerzo conjunto en defensa de los intereses de una clase social que es perjudicada económicamente por las condiciones productivas y distributivas de la sociedad. Esta solidaridad de clase no fue una característica propia de las organizaciones nacientes ni un espíritu espontáneo de la situación, sino un proceso largo producto de una influencia ideológica intensa y una perseverancia en el activismo para la creación de organizaciones.
El análisis de las causas de la desigualdad fue promovido por las diversas corrientes del pensamiento socialista inglés y francés que tomaron contacto con el movimiento obrero a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. Este análisis aportó a la organización obrera una mirada global del asunto social que no se limita a las circunstancias locales, sino que incorpora una perspectiva sistémica. Desde esa perspectiva se identifica al modo de producción capitalista, basado en la propiedad privada de los medios de producción, como la causa global y profunda de la desigualdad en la sociedad moderna. Y esta desigualdad, a su vez, es expresión de la injusticia de la situación social, sufrida especialmente por los trabajadores.
Todo esto significa que por una parte hay un impulso de organización que está determinado por la precariedad de la vida de los trabajadores y por la necesidad relacionada con los intereses en común. Pero también hay un fundamento ideológico que señala que ese padecimiento está causado por un sistema económico que es injusto porque es estructuralmente desigual. La historia de la organización obrera está marcada por la confluencia de esos dos factores.
A partir de aquel período inicial, el sistema de producción capitalista y la organización obrera no hicieron más que extenderse por el mundo. La organización obrera compuso prontamente la clara comprensión de la dimensión mundial del mundo moderno. No en vano la primera gran confederación obrera se llamó La Internacional y de ella, como semilla universal, se esparció directa o indirectamente la siembra hacia el mundo.
El movimiento obrero nace desde la experiencia local pero comprende prontamente que, tratándose de un conflicto entre clases, emerge allí donde exista un sistema productivo basado en esa desigualdad primera. Se advierte que los trabajadores viven realidades muy similares, determinadas por su posición en el sistema productivo, independientemente del país en donde vivan o en el que hayan nacido.
El movimiento obrero, entonces, formado por sindicatos, sociedades de resistencia, sociedades de socorros mutuos, bolsas de trabajo y demás configuraciones diversas, crece. Y ese crecimiento es resistido. Durante casi todo el siglo XIX las organizaciones sindicales estaban expresamente prohibidas y no había ningún prurito en reprimir y encarcelar a cualquier trabajador que intentara organizarse con sus compañeros. La violencia de parte de la patronal y de otros ciudadanos de buena sociedad era completamente impune y se consideraba, en primera instancia, legítima. Pero aún así la necesidad y la perseverancia promovió sistemáticamente a la formación de organizaciones de clase capaces de resistir y de enfrentar esa represión.
Paralelamente las tensiones políticas producidas por una burguesía en ascenso hicieron que más de una vez la fuerza social del movimiento obrero fuera utilizada con ortos fines y prontamente traicionada cuando los objetivos se hubieran cumplido. Todas las grandes y pequeñas revoluciones europeas del siglo XIX fueron protagonizadas por trabajadores cada vez traicionados y siempre reprimidos. Esta experiencia consolidó un lúcido rechazo cada vez más extendido ante las maniobras políticas que hicieran de los trabajadores la carne de cañón de intereses ajenos.
Hacia fines del siglo XIX, esta tensión da lugar a un movimiento cada vez más extenso y más radicalizado, con un carácter francamente revolucionario.
Por aquellos tiempos la burguesía comprendió que no había manera de frenar el proceso de organización y decidió modificar su estrategia. De la ilegalidad se pasó primero a la legalización, y más tarde, ya entrado el siglo XX, a la regulación de las organizaciones obreras a través de la normatividad del Estado. Este esquema de intervencionismo estatal y reconocimiento del derecho laboral aparece en Alemania a mediados del siglo XIX pero es promovido globalmente por la Iglesia a partir de la encíclica Rerum Novarum y su doctrina social.
De ahí en más la siembra de un sindicalismo nacionalista y conservador, vertical y corporativo al modo católico, se esparció también por todo el mundo de la mano de un modelo de conducción política que tuvo a cargo la represión del internacionalismo y la consolidación ideológica de la conciliación de clases en nombre de los trabajadores. Este mecanismo ancló profundamente en el espíritu de los trabajadores que se abrazaron más a la reivindicación identitaria que a la abolición de las clases. En otras palabras, el reconocimiento por parte de la autoridad a través de la regulación normativa y el discurso demagógico acabó primando en el imaginario social por encima del internacionalismo clasista y el pensamiento igualitario.
El sindicalismo corporativo tuvo su auge en los tiempos posteriores a la segunda guerra mundial, cuando la reactivación económica se imponía como una necesidad imperiosa y el sistema productivo no podía detenerse por culpa de la conflictividad social. También hay que decir que la resistencia de los trabajadores al intervencionismo estatal había sido prácticamente diezmada para esos tiempos.
Por otra parte esos fueron los inicios de una rivalidad entre bloques imperiales que competían con la productividad y el desarrollo, además de la guerra indirecta. Así es que a partir de la década del 40 del siglo XX la legislación obrera comenzó a extenderse al ritmo de una creciente actividad industrial y un desarrollo progresivo del comercio internacional. Ese fue el período de consolidación de Estadios Unidos como potencia económica y militar a nivel mundial. La caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética a fines de la década de 80 fue el clímax que tardó unos 20 años en verse nuevamente interpelado por el crecimiento económico y la expansión mundial de China.
Es importante señalar que la regulación estatal del empleo supone un vínculo laboral estable y permanente, ligado a un modelo productivo que requiere de la presencia física de los trabajadores en el ámbito industrial y que tiene cierta estabilidad en el tiempo. Este es el principal sujeto de derecho de la legislación laboral, por más que no se restrinja a eso.
Hoy estamos viviendo la caída de ese modelo productivo y con ella la caída del esquema de regulación estatal del vínculo laboral en términos clásicos. Lo que nombro como clásico es, precisamente, aquél esquema de empleo regular y permantente que no llega a cumplir 150 años de vida, pero que viste desde aquí y desde ahora puede parecer arcaico para grandes sectores de la población.
Si miramos con perspectiva la situación actual de la clase obrera es muy similar a la de los tiempos en la que nació. Los cambios del sistema productivo reagrupan sectores según sus intereses y crean nuevas diferencias y mismidades. Pero el esquema de fondo basado en la expoliación y acumulación de riqueza no desaparece sino que se renueva.
A semejanza de las antiguas organizaciones gremiales, incapaces de dar respuesta a las novedades del siglo XIX, el sindicalismo corporativo está mostrando claramente su agotamiento con organizaciones arcaicas que responden a intereses políticos o personales y buscan conservar su campo de acción sin poder responder ante las nuevas necesidades de la clase obrera, y que son funcionales a la desactivación del movimiento obrero a través de una representación que crea una línea divisoria insalvable entre dirigentes y dirigidos.
Los trabajadores, desconectados de las ideas clásicas, hemos perdido el concepto de clase y el análisis profundo del sistema económico, político y social. El capitalismo se nos ofrece como un hecho natural y lo mas parecido al anticapitalismo que tenemos delante son formas estatales de subvención que no impactan en el sistema productivo sino que intentan atenuar el malestar social y financiar la demanda de productos, con el fin último de garantizar un mercado capaz de sostener una producción que, a su vez, es cada vez menos intensiva en mano de obra. En otras palabras, lo más parecido al anticapitalismo que se deja ver en la superficie es un capitalismo subsidiado por el Estado.
Por otra parte, las evocaciones épicas a la lucha social, refractarias a la mayor parte de los trabajadores, componen un imaginario de asalto a la Bastilla que son impensables en la configuración actual de la estructura social. Mientras la urgencia de la insatisfacción y la incertidumbre nos interpela al punto de la desesperación, intentamos saciar el ansia consumiendo la gloria imaginaria de la rebelión heroica.
Todos los tiempos tienen novedades. En ese aspecto los tiempos nuevos no son tan distintos a los anteriores. Todo depende de dónde uno fije la mirada. Hoy, igual que ayer, resulta imprescindible crear organizaciones que estén a la altura de las necesidades que nos marca la nueva configuración del sistema productivo sin perder el eje de la solidaridad y de la comprensión de una sociedad dividida en clases. La clase obrera no es un relato arcaico de abuelos anarquistas, sino una realidad material que se siente en las desigualdades del reparto social del esfuerzo y del beneficio de la producción económica. Es la causa por la cual un crecimiento sostenido de la economía es acompañado por un empobrecimiento creciente de los trabajadores con o sin salario, en blanco o en negro.
Nuestro desafío de hoy es reinventar las organizaciones obreras, es afrontar la situación con la racionalidad más básica que indica que si hay un problema es preciso hallar la solución, aprendiendo. Que se haya debilitado el concepto de clase social a través de la fantasía del sujeto de consumo es uno de los grandes obstáculos a superar en el camino, así como lo son la falsa percepción de autonomía y la ilusión de libertad, dos componentes sustanciales del imaginario laboral contemporáneo. Hoy como ayer el tiempo nos impone la urgencia de dar vida y actualidad a la organización obrera. Pero hoy tenemos nuestra propia historia y en ella grandes circuitos de aprendizaje posibles. Paradójicamente, se renueva también el desafío de que seamos capaces esta vez de acabar por fin la maldición de subir una y mil veces, eternamente, la misma ladera de nuevo, empujando la condenada piedra de la emancipación.