Capitalismo en el siglo XXI

Mientras preparamos esta edición, el gobierno promociona el preacuerdo con el Fondo Monetario Internacional, un personaje conocido en Argentina casi tanto como el Zorro o el Chavo. A la espera de que el preacuerdo con el FMI sea convalidado por lxs “representantes del pueblo”, se ha lanzado una campaña promocional digna de una película de Hollywood.

En su propaganda nos juran que no habrá ajuste ni reforma laboral. Sin embargo, así como Matías Kulfas, ministro de Desarrollo Productivo, había dicho en octubre pasado que el gobierno nacional no tiene “ningún problema en que se discutan convenios laborales que en muchos casos son viejos y que requieren alguna actualización” [1], se deja trascender que podría haber acuerdos por sector en el contexto de una “modernización laboral” [2], al tiempo que se jura y se perjura que la palabra reforma laboral “no forma parte del diccionario de este gobierno” [3].

Y es que la reforma laboral, como sea que se la nombre, no es un efecto del acuerdo con el FMI sino una demanda del empresariado en la continuidad normal de un capitalismo que nos dicen que no existe, sino que es la forma natural del desarrollo económico, lo contrario del horror del socialismo que, desconociendo la ciencia, es el imperio del totalitarismo gubernamental.

Pero el Rey anda desnudo. Basta encender la luz para que la escena se derrumbe. El capitalismo no es natural, ni es el resultado unívoco de una presunta ciencia económica, sino un sistema específico que configura la explotación económica y la expoliación del proletariado a través de un régimen económico centrado en la apropiación privada de la riqueza social. La clase obrera, que existe porque existe el capitalismo, debe tomar una posición firme ante la evolución de un mercado que desarticula las pocas posibilidades de desarrollo económico de lxs trabajadorxs y lxs reconvierte en consumidorxs de su propia explotación. 

Como señalábamos en el número anterior, la clase obrera abandonó en su momento el camino de la emancipación para abrazar la subordinación en la figura de una ciudadanía que, a cambio de esa subordinación, ofrecía un conjunto de derechos civiles, entre los que se hallaba el derecho a trabajar. Ahora nos prometen flexibilidad a cambio de trabajo. La figura del ciudadano, consagrada en la Revolución Francesa, cede progresivamente su lugar a la figura del consumidor en la ilusión mercantil del vínculo social. Lo que antes era un ciudadano ahora es un consumidor; lo que antes era un derecho, ahora es un servicio.

Este proceso solamente es posible en un contexto en el cual las relaciones sociales del capitalismo se van normalizando progresivamente, siguiendo los pasos de una progresiva naturalización del capitalismo en sí. Actualmente los debates acerca del orden social pasan por la aspiración más o menos radical a formas imaginarias de un capitalismo amable con el medio ambiente, capaz de reconocer los derechos de identidad y capaz de distribuir la riqueza de forma equitativa.

Desde Cristina Fernández de Kirchner hasta Elisa Carrió, pasando por mil funcionarixs y comunicadorxs, repiten como un mantra la figura de un capitalismo justo. Incluso hay experiencias de organizaciones que apuestan por alguna clase de justicia en el intercambio de mercancías y en el seno de un sistema capitalista. Y es que la ilusión de que hay manera de resolver la injusticia del mundo sin cambiar el mundo convive irreflexivamente con una idea de fatalidad que identifica cualquier pensamiento transformador con el desastre y el horror.

Por momentos la sociedad contemporánea se ilusiona con la idea de que la justicia es posible sin alterar demasiado las cosas como son. Como fieles creyentes, hemos cambiado las viejas ideas de emancipación por los rezos laicos a la diosa fortuna y esperamos que un día al despertar el mundo se haya vuelto generoso y complaciente.

La idea de un capitalismo justo parece tentadora para quienes quieren meterse al agua sin mojarse. Mantener la ilusión de un consumo exorbitante al que cada unx pueda acceder sin ser culpables de la exclusión de otrxs, puede ser una fantasía seductora. Y así como la virtud de lxs ilusionistas es administrar el deseo de lxs ilusionadxs, administrar sus ganas de vivir por un instante una fantasía como si fuera real, lxs representantxs de una población ambiciosa ofrecen, en la forma de una mercancía, el mundo mágico en el que no habrá ajuste sino crecimiento, y en el que algo de la justicia legitimará un sistema expoliador en la que la riqueza abunde sin quitarle nada a nadie.

Sin embargo, aún en tiempos en los que la ambición individual parece haber reemplazado a la cuestión social, el pueblo no es zonzo. Persiste una noción, quizás algo difusa, de que el capitalismo no puede ser justo, y que lxs capitalistas son lxs que se quedan con todo lo que al pueblo le falta. Esta percepción empuja desde abajo y es capturada por quienes dicen representar al pueblo y luchar contra el capitalismo cuando les conviene, y todo lo contrario también. Millonarios que acusan a otros millonarios de ser millonarios a costa del pueblo, prebendarios del Estado que acusan al Estado de no dejarlos producir.

Estos mercaderes de la rebelión venden otra ilusión de tono rupturista que se imprime en consignas aparentemente radicalizadas y confrontaciones agigantadas entre partes que, diciendo muchas veces lo mismo, se señalan mutuamente como si la zanjita que los separa, que ellos llaman grieta, fuese el abismo entre dos formas contrarias de pensar la sociedad. Pero todo esto ocurre al interior de una misma cosa que se llama capitalismo. Y en eso están todxs de acuerdo.

En la liturgia gubernamental el capitalismo puede ser malo y puede ser bueno, pero es siempre inevitable. Malo cuando se lo asocia con la pobreza, bueno cuando promete riqueza. Esa es la confusión dominante cuando la sociedad no decide para dónde va, sino que acompaña a los ilusionistas para vivir la fantasía de una rebelión de impuestos contra las grandes fortunas y, al mismo tiempo, las promesas de un capitalismo justo.

Dicen que el mejor engaño del diablo es convencernos de que no existe. Así es como se instala la idea de que todo debate económico es un debate de técnicos acerca de cómo se gestiona lo único que hay. Nos hablan de economía con idioma capitalista como si hubiera una ciencia que explique cómo debemos dejarnos explotar, como si acaso un saber irrefutable argumentara en favor de que lxs pobres se queden donde están. Y ante la desilusión de un mundo que no cambie, nos ofrecen cambios permanentes en la forma de mil versiones del mismo consumo, en el que se agregan también las pertenencias políticas y las épicas transformadoras.

El mejor engaño es convencernos de que no hay una clase privilegiada en la nueva configuración de un capitalismo fluido en el que todo el mundo tiene la libertad de negociar su destino y de hacerse un lugar en el mundo a fuerza de mérito, creatividad y perseverancia. No hay proletariado, sino trabajadorxs autónomxs, freelancers y participantes de la economía colaborativa. Usuarixs, colaboradorxs, socixs, partners…

Es así: el mejor engaño es convencernos de que lxs trabajadorxs formales del “mercado laboral” no son proletarixs sino laburantes, héroes románticos de la sociedad moderna, individuos que eligen su vida como todxs y a los que el Estado les debe protección y el sindicalismo tutelaje. Lxs trabajadorxs son lxs niñxs de la gran familia nacional que defienden cada día con su esfuerzo los intereses de la patria, sanmartines pequeñitxs que, si se les educa bien, son capaces de llevar nuestro país hacia adelante, hacia el destino de gloria que tiene merecido.

El mejor engaño, por fin, es convencernos de que no hay internacionalismo sino interconectividad, globalización, un único mundo al cual es inevitable pertenecer a través del obediente cumplimiento de los compromisos y de la adaptación permanente a las demandas de “la mano invisible”.

Como hemos dicho siempre, y como lo seguiremos diciendo, la emancipación de lxs trabajadorxs será obra de lxs trabajadorxs mismxs. Y una sociedad emancipada es una sociedad sin clases.  Es la organización obrera la única vía de detención de una avanzada sistemática de la burguesía en el contexto de un sistema capitalista ante el que debemos permitirnos pensar otra cosa. No hay tal cosa como un capitalismo justo. La matriz del sistema capitalista es en sí misma injusta. Si la clase obrera no se organiza en la reivindicación de sus intereses, haciendo valer sus derechos y abriendo camino a la transformación radical de la sociedad, lo que vendrá será más de lo mismo: la eterna ilusión de una gloria futura en un presente perdido.

[2] Funes de Rioja, dirigente de l Unión Industrial Argentina, «aclaró que la UIA “no habla de reforma laboral, habla de modernización laboral, para las nuevas realidades y para los nuevos oficios, eso estará en la agenda y el gobierno decidirá, nosotros tenemos nuestra propuesta pero son el gobierno y el parlamento los que deciden”» A24.com, 30/09/2021.
[3] telam.com.ar, 07-01-2022
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